miércoles, 24 de octubre de 2012

Versículos de Sintomatología.



Una acuciante taquicardia, sinfonía de latidos airosos entre músculo y piel,
 tañen apresurados, carentes de compás, de cadencia armónica singular, y sin decreto que los legisle, y  taladran bajo el diagnóstico de una arritmia porfiada la quietud de mi cavidad torácica, obligándome a prestar atención únicamente a su ampuloso y atropellado sonido.
Imprudente en su reconcentrado egoísmo por ser escuchado.
Es tan redundante el anguloso rumor de su mensaje que me escoria los oídos.
Una gota de sudor a cien grados sobre cero, en el punto crítico de ebullición,
-efervescencia catalítica-, se desliza dadivosa, franca e irreverente, por la tensión hipocondríaca acumulada en las cavidades internas del cuello, ignorante de su significado cardio-vascular.
Una boca incívica clama abandonada por Sus labios,
 por Su piel, por todos los recovecos recónditos de Su cuerpo cubiertos por la amalgama epidérmica de sus doradas capas.
Un rubor incandescente enciende, otorgando color envuelto en un sarpullido carmesí, la delicadeza perlina de mis mejillas.
Un cuadro de parálisis aguda alcanza a cada centímetro de mi organismo, con notable excepción de los fluidos internos que, ansiosos y anhelantes, parecen estar de perpetua celebración.
Solemnidad orgiástica.
Bacanal de lujuria.
Un desvelo noctámbulo en una noche de luna muerta,
un insomnio nervioso,
y el calor tibio de las sábanas que envuelven mi cuerpo, aplastándolo iracundo contra el colchón, saturando de pegajosa humedad el aire que logra colarse entre mis piernas.
Un sueño que me reclama -me exige- Soñarle, y que no me permite dormir. Cediendo confesiones veladas a las luces áureas de un amanecer confidente, versadas en mi anhelo de no querer despertar si no son sus brazos los que acogen mi vigilia.
Hiperventilo el gramo de perfume que me impregnó en el hombro izquierdo alguna de las tardes que imaginé que me abrazaba. Su esencia me droga, me intoxica, me infecta hasta gangrenar carne, nervios y arterias.
Oreo suspiros de ansiedad en frecuencias de frenética desesperación.
De lúcido Deseo.
Al son palpitante de Sus palabras,
me siento asaltada por un dolor abdominal, estomacal, intestinal.
Un vacío total en la oquedad parsimoniosa de las vísceras en el que paradójicamente no cabe un bocado de nada.
Un vertiginoso caudal de sangre, -hemoglobina en estado de hemorragia-, viaja aglutinado y frenético por mis venas. Recorriendo en coágulos incandescentes cada una de ellas con la presteza implorada que requiere el ritmo autoritario que presiento en Su aliento y que cede Su voz. Un forme hematíe desesperado por abrirse paso, incita a otro en una carrera por llegar primero al corazón, y alzarse con el triunfo de hacerlo estallar en pedazos.
Un palpito calamitoso, en estrepito curso, se torna adrenalítico unos cuantos centímetros por debajo de mi ombligo. Un desierto dentro de mis entrañas, y un oasis en Su entrepierna.
Un temblor convulso, esquizofrénico, -alejado de mi control-, anida en piernas, manos, labios. Un hormigueo en la lengua que precisa dar refugio a mis palabras, acentuado su monástico retiro por lo imponente de Su presencia.
Metabolizo lentamente, -en cadejos de esfuerzo-, la madeja enmarañada de sensaciones que me acometen, agilizando la ávida catarsis de emociones obsoletas anquilosadas en la fermentación -putrefacción- amarga de un cuerpo adormecido por el hastío.
La gota aún transpirada, reverberada de la indisciplinada ansiedad,
secretada por el indiscreto Apetito, candente aún por la temperatura ambiente, continúa con ánimo imperturbable su travesía hacia la tentadora y consoladora perdición, surcando mis pechos, atravesando mi abdomen, y haciendo escala en mi ombligo antes de perecer en su atinado destino.
Lejos del fin, el medio.
Una hipnosis neuronal, un enajenamiento mental, un autismo ajustado a Sus ojos cuando los míos se pierden en su resplandor. Un control que le cedo, o me arrebata, o ambas.
Una pérdida de conocimiento, de voluntad, una incapacidad intelectual casi absoluta.
Absurda. Abusiva.
El bloqueo circundante de todo pensamiento nato, inédito, acumulado o adquirido.
Un deseo procaz alimentado de un nihilismo demostrativo, de un hedonismo causativo, de querer ser fagocitada por Sus labios y enredada entre la apuesta segura de Sus manos, entregándome a un número inexacto y vibrante de petite morts.
Al éxtasis más rotundo bajo la excelsitud perfecta de Su cuerpo.

                                                                           

jueves, 4 de octubre de 2012

Parasomnia.



Su casi metro noventa parece ajustarse a ese sillón de cuero negro con una perfección invocada, hecha a medida, a la fidelidad del milímetro de su cuerpo.
Estudiado para tal fin.
Como un guante de seda a una mano. Exacto y preciso.
Perfilado con apostura y garbo en el que considera -es-, por condición y naturaleza, su trono, su lugar, una de sus piernas descansa en una flexión elegante sobre la otra con una naturalidad mesurada por un refinamiento que se predice -ya anunciado por el carácter- innato. De suma y porte sereno, dueño de una templanza incitante (inquietante para quien lo observa), acicalado con traje de tres piezas de corte impecable, la galantería -en el contorno que deja adivinar su semblante- parece cobrar vida más allá de una simple definición axiomática.
Extrapolada de su figura; agoniza.
Un árbitro de la elegancia. Un beau Brummell del siglo XXI.

Degusta con exquisitez una copa de Emilio Moro mientras contempla, a escasos metros del final de la sombra que la luz dibuja sobre las baldosas del suelo, la respiración pausada y regular de aquella chica -desconocida aún- que, dormida y de forma inconsciente, exhibe su figura sobre una cama de sábanas todavía intactas de Pasión y Deseo.

Al tiempo que abandona su paladar en brazos de la narcótica seducción que le proporciona el suave sabor del vino, sus ojos, entrecerrados, recorren -estudian más bien- sin prisa, la silueta expuesta de ella con la única ambición de aprenderse cada una de las líneas que moldean insinuantemente su cuerpo. Las tortuosas, -en sendas de escabrosidad intolerablemente concluyente-, curvas, no le conceden tregua.
Le envician. Le vencen.
No hay armisticio en la dilatación que exigen sus pupilas para alcanzar a ver el más allá que le prometen sus piernas.

Durante las décimas de segundo que recoge la bagatela de un instante, se maravilla ante la serenidad que esboza aquel rostro cuyas líneas expresivas desea asimilar como el más trascendental de los Códices, a fuego candente si es necesario para distraer al olvido.
En estado de parasomnia, salmodia de media noche al compás quebrado de un deseo inédito. Imprevisto.
Uno de los mechones dorados resbala rebelde sobre la delicadeza que se conjuga en el pecho, levantándose suavemente con cada exhalación que imprime ella a su respiración.
La mira una vez más, (si es que en algún momento ha dejado de hacerlo).
Nunca había visto algo así, de aquella manera o parecido, irradiando tanta paz, transmitiendo tanto orden en cada estertor, cediendo tanta placidez. Estaba tan indefensa ante él. Tan vulnerable a sus manos. A su Hacer. Tan huérfana de amparo sobre aquella enorme cama en la que se perdían las delicadas formas de su cuerpo.

Le parecía hermosa. La más hermosa de todas, y la ternura que le causaba se mezclada extrañamente con otra predilección menos generosa pero más animal (primitiva), -humana en cualquier caso-.
Las ansias por tocar su piel le quemaba las yemas de los dedos.
Aquella continencia extrema a la que se sometía por voluntad propia le dolía.
Se irguió en toda su estatura sin dejar de observarla, -contemplarla- como una bella obra de arte expuesta en las galerías de un Louvre abierto exclusivamente para Él, y se dirigió solemne hacia ella, sin tener clara una intención en el proceder que lo satisficiera. La imagen enmarcada entre sus pupilas poseía la calidad y distinción de un lienzo acabado al óleo.
Una obra pintada por él mismo, agudamente perfilada como una fotografía.

Alargó el brazo, con el movimiento pausado de un espectro, sus manos elegantes y distinguidas se aproximaron hasta alcanzar el borde de la sábana. Deslizó la suavidad de la tela remisamente, dejando la lasitud de aquel cuerpo al descubierto. Un súbito calor subió por su columna y le viajó por la espalda. Urgente. Sus manos ardían. El calor acomodado en la habitación se volvió opresivo.
Durante unos segundos la observó con la expectación sigilosa, -y reverencial delicadeza- de un elegante depredador a su presa. Con la mirada, emblema de Deseo, recorrió los pliegues secretos de su cuerpo. Escrutándolos. Intentando inútilmente exorcizarse de ellos.
Rodeó el perímetro de la cama. Acechante. Cazador.
Instinto, solo instinto.
Parecía aceptar con la mirada y negar, sin embargo, con la cabeza.
Finalmente se decidió a pasar los dedos sobre la candidez de su piel concentrando en ellos la esencia clausurada de todos sus sentidos. Los ojos, anhelantes de algo que quería, -con gusto a Deseo-, rememoraban momentos perdidos que estaba dispuesto a rescatar de la fantasía. Excitado por la tibieza de su piel, la desnuda sensación de abrigo se aunaba de nuevo con un deseo casi salvaje de poseerla.
De hacerla suya.
De arrebatarle el Alma.

Ella se movió ligeramente, desconocedora de la situación, y él apartó los dedos de su cuerpo como si hubiera recibido un calambre. Extraño. Impetuoso. La descarga de una docena de voltios arropó su comedido gesto. Cerró el puño con fuerza, clavándose las uñas en las palmas, los nudillos blanquearon mientras ella aún respiraba parsimoniosamente. Indemne a aquella sacudida que le hostigaba a él.

Bajó la mirada, precavido. Dio media vuelta y dirigió sus pasos hacia la puerta. Cuando su mano aferró la frialdad metalizada del pomo, una voz susurrante rasgó detrás de él el silencio coagulado en la habitación.
        -No se vaya, Señor, por favor…
Poseía una dulzura infinita.
Se giró.
Ella sonreía, dispuesta a dejar que aquel hombre diera forma a sus sueños.
Él deshizo sus pasos.
En estado de parasomnia, salmodia de media noche al compás quebrado de un deseo inédito. Imprevisto.
Algo comenzaba.
Infinito.