miércoles, 26 de diciembre de 2012

Él...



ÉL… el Premio que jamás soñé.
ÉL… La Capacidad para regenerar los sentimientos. El Vínculo que me ata al BDSM. La Sombra convertida en protector. El Maestro para su discípula. El Preconizador de egos. La Presencia más deslumbrante. La Ausencia más dolorosa. La Luz inagotable. El Orgullo erguido. La Bisagra que abre la puerta.
ÉL… La Dirección acertada. El Disparo más preciso. La Equivocación solventada. La Circunstancia propicia. La Duda resuelta. La Idea exclusiva. La Promesa cumplida. La Expectativa más realista. La Sensación más honesta. La Ilusión más virgen. La Esperanza encontrada. El Remedio a la dolencia.
ÉL… El Arte de la humanidad. El Lienzo más hermoso. La Leyenda viva. La Octava maravilla. La Inhalación imprescindible. La Matemática exacta. El Genio del humor. El Tiempo ganado. La Recompensa al sufrimiento. La Palabra genuina. El Verso más excelso.
ÉL… La Verdad absoluta. El Mensaje Oculto de los astros. La Mirada más intensa. La Sintonía más armoniosa. La Apuesta del corazón. La Inspiración más sugestiva. La Visión panorámica. El Sabor almibarado. El Tacto más suave. La Invitación a una felicidad segura.
ÉL… La Fórmula mágica. El Aroma más puro. La Sabiduría más dogmática. La Realidad más onírica. El Aplauso a lo bien hecho. El Mandato a la obediencia. La Luz para mi oscuridad. La Noche para mi día. La Aventura de la vida. La Paz del espíritu. El Réquiem más alegre. La Resurrección tras la muerte.
ÉL… El Latido acelerado. La Fiebre del alma. La Seducción de los sentidos. La Apertura a las sensaciones. El Pensamiento perverso. El Escándalo de la moral. La Voz provocadora. El Temperamento que enardece. La Pincelada en las ilusiones. La Pasión sin límite. La Insinuación truhanesca. La Incandescencia en las palabras.
ÉL… Los Ojos incendiarios. El Vicio más adictivo. La Trazabilidad de las fantasías. El Sabor del pecado. La Desinhibición de mi cuerpo. La Sustancia de la tentación. La Perversión de la inocencia. La Ofensa del pudor. La Esclavitud del erotismo. El Dueño de mi piel.
ÉL… El Estímulo de la carne. El Erudito del placer. El Explorador de las posibilidades prohibidas. El Imán para las pasiones. El Juego sin fin. El Camino a la locura.  El Templo de las sensaciones. La Habilidad para llegar más allá. El Secreto Gusto por los azotes. El Alma de cuero. El Carmesí de la piel castigada.
ÉL… El Deseo indómito. El Orgasmo infinito. El Infierno más celestial. La Mano del Diablo. El Alma de Dios. La Atadura más libre. El Amo más severo. La Persona más transigente. El Método más riguroso. La Disciplina más dulce. El Tormento más anhelado. El Eslabón a mi voluntad. El Desahogo de mi Entrega.
ÉL… El Recuerdo más amable. Y sería… el Olvido más difícil…

jueves, 6 de diciembre de 2012

Vestigios de Placer Argento en Madrid ( II )

La noche vierte un hechizo que se presiente etéreo en el ambiente. La luna parece querer arremolinarse al coro deslumbrante que forman las estrellas para presenciar, con delectación voyeurista, nuestro lecho incestuoso, en este Madrid otoñal… mientras  las horas respiran deseo.
Un deseo recién estrenado. Segregado por la incontinencia coherente de los cuerpos. Supurando su pornográfica retórica  por las manos, por los labios, por los ojos. Un deseo malicioso -o bendito- que me sorprende persuasivamente buscándole, abriéndole las piernas, elevándole el culo, ofreciéndole las nalgas, brindándole las muñecas, convidándole a mi sexo, y poniendo de manifiesto lo que realmente soy: Su perra.

El último azote le entrega el testigo a una letanía de besos de cometido paliativo sobre mis labios. Besos que enmiendan la exaltación carmín de mis doloridas nalgas, y las caricias emergentes de Sus manos ejercen de calmante sobre el hormigueo acomodado en la sensibilizada zona.
Contigua a toda esa Babel de emociones y sensaciones encontradas, su pregunta;
                -¿Estás bien?- entona con voz suave al oído.
                -Sí.- respondo.

Llevada entre sus brazos me posa sobre la enorme cama, y me consigna allí; azarosa, expuesta, mientras  el cuerpo se me desborda de deseo, de expectación, y su mirada adquiere una actitud que revela ciertos propósitos explícitos que le inyectan las ganas. El corazón me late violentamente al tiempo que la lujuria anclada en sus ojos recorre el perímetro curvilíneo que dibuja el perfil desvergonzado de mi silueta. La convexidad de nuestras miradas se precisa en un único punto de encuentro. Ineludible.
Con movimientos ligeros se inclina hacia mí.
Resuelto. Excitante.
Su presa está servida en bandeja de plata, y Él recuerda haberse afilado los colmillos antes de venir.

Como un acto reflejo -trazado por la lascivia- mis piernas se abren, aguardando lo que Él desee entregarme. Esa recompensa de la que crea que soy meritoria y quiera hacerme partícipe.
Juego al despropósito con el descaro, y el Señor huele mi celo.
Atrae mi provocación con un tirón hacia Él, y apresa la carnosidad sublevada de mis muslos con la tibieza excitada que contagia Sus manos, abriéndolos más aún, como dos finos alambres en tensión a los que volver maleables con el calor. Su boca se hunde entre ellos y Su indómita lengua, como una serpiente cegada por la sed, comienza a beber el néctar que mis entrañas han secretado para Él.
Siento entonces como me hago agua.
Más, cada vez que excava impetuosamente en mi interior. Más, cada vez que gana un centímetro más de mí. Me saborea, mientras me licuo, con una codicia insaciable.
Ondulo mi cuerpo ante el desbocamiento de sus ganas de mí. Su lengua me arranca dedicatorias que toman la forma innegable de gemidos. Plegarias pecaminosas que llenan cada confín de la habitación y me reconducen por el camino de la virtud.
Fieles servidores a nuestro instinto carnal, enloquecemos.

Boca abajo, me arrastra hasta los pies de la cama. Me hace erguir las nalgas, dedicarle el culo.
Quiere lo que es Suyo.
Un sutil chasquido me produce un escalofrío que vaticina lo que sobrevendrá. Agudizo el oído e intento mover disimuladamente la cabeza para certificar lo que presagio. Desabrocha el cinturón de su pantalón con una pasividad ensayada y maquiavélica. La metalizada hebilla choca entre sí con un ruido frío que estimula -a la vez, e inevitablemente- mi desasosiego y mis apetitos.
La correa será la prolongación de su mano en la continuación del castigo.
El cuero uno sólo con él.
Insustituibles. Necesarios.
A través del cinto cristalizará Sus ansias sobre mi cuerpo siguiendo la inspiración del deseo, inmersos -ambos- en un silencio paciente e impasible, apostado en una especie de aleación literal e indecorosa.

Me tenso.
                -Te daré veinte azotes con él.- anuncia.
Veinte.
La cifra baila en mi cabeza. Cábalas numéricas armonizadas. Las matemáticas siempre son exactas y justas. Dos decenas. Dos veces diez. Cuatro veces cinco. Veinte veces uno. Tercios. Cuádruplos.
Los músculos se tersan (cuerdas de lira preparadas para ser acariciadas) y la carne se repliega cuando el primer golpe del cinto hace acto de presencia sobre mis nalgas. Exquisito. Elegante. Fino. El Señor digitaliza la cuenta recreándose en cada cuerazo que origina una nueva cifra y que Él provoca.
El aire sisea el sonido cortante del cinturón blandido sobre la ligera corriente que transpira el lugar, y atrapa los apocados lamentos que emergen de mi garganta. El discreto rumor de mis protestas, los gemidos entrometidos crecen al unísono hasta invadir por completo la estancia y sumergirnos en la oscuridad de su ensalmo. El acto de avidez -santificado por una pasión insólita- me conmueve hasta la emoción. Hasta la impresión. Hasta la sinrazón.

El cinto esboza sobre mis nalgas filigranas entrecruzadas que marcan su rigor. La sublevación de la piel se vuelve casi bucólica. Una soberbia poesía escrita con versos de complicidad en lenguas beatas (no aptas para todos los públicos),  que habla de rimas indómitas de lengua suelta y placeres prohibidos.
La cifra que pronuncian Sus labios aumenta presurosamente acortando el final señalado.
En un número indeterminado me ceden las piernas, y rompo la postura que Él ha ido corrigiendo hasta hacerla perfecta.
                -Sube el culo.
A su orden,  reconstruyo como puedo la posición original.
Enderezo el culo y el Orgullo.
El escozor que atraviesa mis nalgas encarna el Placer que ha elegido para Él. Los últimos golpes con el cinturón arrancan sollozos de una boca que lo invita a continuar, a pesar de todo.
Apoyado medio cuerpo aún sobre la cama, me siento deliciosamente conmocionada.
Después, de nuevo las caricias, las atenciones, los galanteos. Veladamente posa las manos sobre las marcas que ciñen mis nalgas. Hasta sus dedos llega el calor que desprende la piel castigada. Su sutil pálpito golpeando con delicia las yemas. Convulsionándose a su paso.

Durante unos minutos Le advierto a mis espaldas como una bestia enjaulada esperando  para que le abran la puerta (y atacar). Un mordisco directo a la yugular, sentenciador, sería suficiente. El deseo nos acompaña con una asiduidad morbosa y casi pragmática. No hay ninguna orden concreta, si acaso la de esperar. Así, reclinada, con la mejilla apoyada sobre la cama y las rodillas afirmadas en el suelo. Temblando, proyectando un ángulo de aristas voluptuosas que lo incitan a salivar. La boca echa agua. Las palmas de las manos ardiendo. Sus pasos por la habitación, disimulados entre la estrechez de la penumbra, alertan los sentidos y subrayan mis sensaciones. Esas que intento analizar y se me escapan a cualquier razón o juicio con los que intente validarlos. N ha habido nada igual.

Se aproxima hasta mí.
Lo sé por el sonido cercano de sus zapatos, los que tanto me gustan.
Su alargada sombra se proyecta  sobre el centro de la cama, por encima de mi cuerpo.
Su respiración es el preludio de mi Deseo, que ansía un contraataque, sin duda. Inclina sus casi 190 centímetros sobre mi cuerpo, aferrando mis muñecas a su gusto. Las eleva por encima de la cabeza y las une entre sí con el metalizado argento que reflejan las esposas y la noche. Manipula con destreza y paciencia una cinta de raso (de un color cardenalicio) que usa para inmovilizar también mis tobillos. Tan casquivanos en esos momentos.
Respiro.
Me hallo atada de pies y manos. Inmóvil. Aquietada como un animalillo tembloroso, anegada al silencio. Y entre tanto, -no sin un frívolo encanto ligeramente venal-, enciende una vela y repasa con el índice el camino infinito que impondrá a las gotas que emanarán de ella. Emerge un pálpito de ansiedad. La dermis se corrompe -vergonzosamente- al contacto con la cera. Cada poro seducido por el misticismo que desprende la situación, la insuficiente luz, Su autoridad, mi vulnerabilidad, el imperturbable aire. Un pequeño pinchazo, -como un fino alfiler-, punza mi espalda, un segundo y un tercero le suceden, por debajo del primero. Inhalo Su excitación -y la mía- en cada gota que se derrama por mi piel. En cada gota que cae, Él deja el rastro de Su leyenda negra sobre mí…
Y ya sólo un nombre sale de mis labios; el Suyo.

Y volveremos a reinventar Madrid para nosotros, a través de noches sin conciencia. Suplicándole a la luna que se alarguen. Haciendo renacer el deseo de los amantes que se acaban de descubrir, con ese cosquilleo de complicidad en el alma.

Y de nuevo me descubriré contemplándole con la ansiedad de una criatura que espera que la haga suya.

Entonces, ¿ascensión al Olimpo o descenso al Tártaro?

viernes, 23 de noviembre de 2012

Vestigios de Placer Argento en Madrid ( I )




La capital se desgarró en jirones por nosotros, y se engalanó de sedas y tules para nuestro encuentro.


Bajo la luz terciada e intercedida por un ambiente de deseo contenido en el tiempo, la respiración se me aligera y se me vuelve casi frenética por momentos. Instantes entrelazados de una expectación e impaciencia bañadas en luz de plata, como la argenta luna que sostiene la noche. Tiempo inmediato a una ansiedad furiosa y lúbrica.
Cáusticos y acortados.
Sugestivos de hechizo.
Siento cómo un delirio en fase terminal recorre perverso cada poro expuesto, electrizándolo. Anegado cada uno en la codicia de sentir Su autoridad en el interior de aquella habitación con vistas a una emblemática y solemne Puerta de Alcalá. Ocasional testigo, -celoso y silente quizá-, de lo que va a presenciar.
Madrid nos prestó la noche y nos vendió su alma, sin duda.

Pude afirmar que el tiempo corría dentro de aquella habitación sólo si él lo movía. Sólo si él lo reactivaba con la química surgida del antojo que le ofrece esa característica tan esencial, propia de su sustancia, exclusiva de su naturaleza, innata y consustancial, y de los apetitos livianos de una perra aún por descubrirse, rozando en ciernes la mágica Quinta Esencia del deseo.
Su bruja Alquimia.

La trivialidad rigurosa de las palabras le cedió honorable paso a los besos desmesurados, a las caricias desvergonzadas, a los halagos obscenos. La enormidad -y grandeza- de Sus manos, tenía la pretensión insurgente de condenar mi cuerpo a la perpetuidad de una lujuria insaciable que escurría horadando descaradamente por el interior de mis muslos.
Nos sacudían las ganas, el deseo, la lujuria, la mesura obligada de la distancia, de la forzada espera.

Y de repente… Usted & ankara.
Me gira bruscamente, y noto como la majestad de Su cuerpo apresa la fragilidad del mío de cara a la pared. Los brazos por encima de la cabeza en un movimiento sublime, déspota y autoritario. Condenatorio a un Pandemonium de escándalo y perversión. El fervor de Su aliento viaja enajenado a través de la lasitud sensibilizada de mi cuello, castigando a mi cuerpo simplemente con el roce del suyo. Apenas y puedo moverme. Las exhalaciones exigidas, al primitivo son del despertar de una animal salvaje, perfilan de forma sibilina la sentencia.  

Las braguitas de encaje descienden hasta los tobillos ayudadas por la generosidad de Sus dedos. Registro entre mis sensaciones la coqueta caricia con la que agasajan mi piel a su paso, mientras la osadía de Sus dientes apuntala a conciencia el territorio consagrado que comienza a conquistar la meticulosa inspección que, -a buena cuenta-, hace Su lengua de mis nalgas.
Las venas enfebrecen cuando seguidamente el primer tirón de pelo corrige la posición de mi barbilla. Un arrastre puntual, preciso, de analítica exacta. Inevitable imaginar la larga longitud de mi melena envolviendo como un lazo de seda dorado Su mano. Inevitable sentir esto que siento, y que me remueve hasta la última de las vísceras cuando la imagen de Sus dedos enmarañados con mi pelo toma protagonismo en mi cabeza. Una queja ahogada se cohíbe en mi garganta al tiempo que Su palma bendita azota con vehemencia mi culo,  descocado y servicialmente expuesto a Él.
Uno, dos… tal vez, tres.
La queja de cada uno de ellos se prolonga hasta los labios sólo para incitarle a que me azote más fuerte.

Y sin embargo, se aleja unos pasos…

Me contempla desde atrás a sus anchas, con la efervescencia de un deseo atinado, mientras el sonido seco y vibrante de las emociones sin periferia, convergen en puntos prolongados sobre una piel desnuda y virginal, mudada en exclusividad por y para Él. Una piel desanudada de voluntad, expectante por ser marcada con la eminente huella que dejará sobre mí Su furtiva naturaleza.
Mi alma de perra despertaba finalmente, con ganas de ejercitar los dientes.

La atmósfera esta inmóvil y viciada, al igual que Él, a la par que yo. Cada uno oyendo el protocolo acelerado de su propia respiración. Su silencio iconoclasta, -extraordinariamente explícito en su función-, inocula directamente en vena una sobredosis de adrenalina que acrecienta mi incertidumbre y a la vez, mitiga mi miedo.
Me acecha más allá de la penumbra, en una oscuridad casi tangible, esperando el momento apropiado para abalanzarse sobre mí.  Sin condescendencia, pienso.
Aquel frenesí incorpóreo se define en un vibrante hormigueo cuando caigo en la cuenta de que esas manos pueden torturarme como el más cruel de los verdugos, o acariciarme suavemente como el roce del ala de un ángel.
En esos instantes esenciales me siento inocente, vulnerable, indefensa.
Frágil a ellas.

Con voz ceremoniosa ordena que me dé la vuelta.
En la plenitud de mi desnudez lo miro tímida, y observo cómo la iridiscente oscuridad de sus ojos me masturba la mente con solo mirarme. Me coge de la mano y me acerca hasta él. Los pasos suenan retraídos por el parquet y el reflejo de mi imagen se pierde poco a poco en el fondo de sus pupilas cuando sentado, me coloca sobre sus rodillas. El calor de los cuerpos se concentra con la proximidad. El deseo, también. Sumidos en un acto de rito y dogma, sitúa una de mis manos agarrando su pierna y la otra la acomoda  a la pata de esa silla con talante victoriano que posee la habitación.
Nuestro particular culto a la perversión iba a dar comienzo.

Como en una lección básica de perspectiva, indaga entre mis emociones circunscribiendo con Sus dedos círculos concéntricos en mi piel. Mis músculos se contraen a la espera. Enfáticos. Alertas, al tiempo que Él prepara minuciosamente la zona a castigar.
                -Quiero que cuentes los azotes que vas a recibir.
La mano sigue virando a la deriva, desviando conscientemente el rumbo de un lado para otro. Parábolas, hipérboles, elipses. Óvalos y curvas. Divaga embriagada hasta exasperarme.
El primero de la tanda repica como una composición de cortesía entre las paredes de aquella elegante estancia. Siento, o más bien, presiento, como el Señor se relame, como recorre plácidamente el relieve de Sus fauces con la carnosidad de la lengua. El siguiente azote, de índole más intensa y menos cortés, hace valer los derechos ganados a pulso, y los deberes, de cuando en cuando, se aseguran de que en una de esas no haya perdido la cuenta.       
                -¿Cuántos van?
                -Cinco.  
La procesión de azotes continúa en una progresión aritmética  solemne.
El maravilloso sonido  tintinea como un sortilegio enigmático -de extraño encanto- en la vulgaridad de mis oídos. Un canto de sirena casi homérico que me sustrae de una noción correcta y en exceso moralista. Un canto de sirena hipnótico que me instiga, con una provocación desmedida e indecorosa, a pedirle que me azote más. Un canto de sirena entonado por un predicador habilidoso que me disciplina a capricho.
                 
Se deleita con una dialéctica muda mientras involuntariamente me arqueo sobre Sus rodillas. Mi cuerpo se comunica retorciéndose en curvas imperfectas intentando atenuar con torpeza la intensidad de los azotes, que aumenta cínicamente a medida que la cuenta atrás ha dado inicio. El incandescente rojo de mi piel dilata sus pupilas, enorgullece su mano, y envanece la solidez de su pantalón. En un intento de insubordinación instintivo, protejo mis nalgas del castigo al que están siendo sometidas. Sin tregua, Su mano apresa mis muñecas en un bucle único, imperioso y par con mi espalda.
                -¿Cuántos quedan?- pregunta mientras las oprime con vehemencia.
                -Tres.
Su mano libre -libertina- se cuela por entre la encrucijada de mis piernas para cotejar la humedad que discurre por su interior. De primera mano comprueba el frenético crescendo a través de aquellos azotes hechos placer líquido.
Una sonrisa escurridiza asoma en su rostro.
Le gusta tenerme así; dada, entregada, disciplinada, inevitable, sumisa. 
Experimento una suerte de escalofrío con sabor a delicia que me recorre el cuerpo como un elegante calambre. Un escalofrío viciado de Él. Séptico de Sus manos. La presión en mis muñecas anudadas con la sirga de Su mano, los dedos pofundos espiando autoritariamente mi sexo, la voz queda, los susurros inflamados a media voz, improvisando Bocanadas de Deseo, filias sobre mi piel candente y un cuerpo desbocado...

(...)
  



domingo, 18 de noviembre de 2012

DESIDERATA

        
         

         Camina plácido entre el ruido y la prisa, y recuerda la paz que se puede encontrar en el silencio.
         
         En cuanto sea posible y sin rendirte, mantén buenas relaciones con todas las personas. Enuncia tu verdad de una manera serena y clara y escucha a los demás, incluso al torpe e ignorante, también ellos tienen su propia historia.
        
         Esquiva a las personas ruidosas y agresivas, ya que son un fastidio para el espíritu. Si te comparas con los demás, te volverás vanidoso o amargado, pues siempre habrá personas más grandes y más pequeñas que tú.
        
         Disfruta de tus éxitos lo mismo que de tus planes. Mantén el interés en tu propia carrera por humilde que sea, ella es un verdadero tesoro en el fortuito cambiar de los tiempos.
        
         Sé cauto en tus negocios pues el mundo está lleno de engaños, mas no dejes que esto te vuelva ciego para la virtud que existe: hay muchas personas que se esfuerzan por alcanzar nobles ideales, y por doquier, la vida está llena de heroísmo.
        
        Sé auténtico, y en especial, no finjas el afecto. Tampoco seas cínico en el amor, pues en medio de todas las arideces y desengaños, (éste) es tan perenne como la hierba.
        
        Acata dócilmente el consejo de los años abandonando con donaire las cosas de la juventud. Cultiva la firmeza de espíritu, para que te proteja en las adversidades repentinas. Pero no te agites con pensamientos oscuros: muchos temores nacen de la fatiga y la soledad.
         
          Más allá de una sana disciplina, sé benigno contigo mismo.
         
          Tú eres una criatura del universo. No menos que los árboles y las estrellas, tienes derecho a existir. Y sea que te resulte claro o no, indudablemente el universo marcha como debiera.
          
          Por eso debes estar en paz con Dios cualquiera que sea tu idea de Él. Y sean cualesquiera tus trabajos y aspiraciones, conserva la paz con tu alma en la bulliciosa confusión de la vida. Aún con toda su farsa, penalidades y sueños fallidos, el mundo es todavía hermoso.
          
          Sé alegre, y esfuérzate por ser feliz! Sé cauto, y esfuérzate por ser feliz!



(Desiderata; del latín, “cosas deseadas”, escrito por Max Ehrmann; abogado y poeta de Indiana, EE.UU. Es un poema muy conocido sobre la búsqueda de la felicidad en la vida. Fue publicado en 1948, en un recopilatorio publicado por su mujer. Aunque los derechos de autor le pertenecen, hay polémica, pues fue escrito en latín en la pared de piedra de la torre de la campana de la iglesia de Sait. Paul (Baltimore- fechado en1692). La contribución de Ehrmann fue la de traducir al inglés y publicar el material. Su esposa hizo el depósito legal de la obra para ganar control económico sobre su distribución).

martes, 13 de noviembre de 2012

El Poder de las Hijas de Eva.

Hace unas semanas, por azares -nada providenciales- que no viene por tanto al caso narrar, descubrí una obra pictórica y a un autor que me sorprendieron gratamente, en el más alto grado que puede adquirir el asombro y sus múltiples variantes (si es que el asombro tiene grados). El cuadro a cuestionar es “El Pecado”, y su autor, Franz Von Stuck, un teutón perteneciente al movimiento simbolista; para quienes la concepción del mundo es un misterio por descifrar -como creo lo es para casi todos, sin ser accesorios integrantes de tal movimiento-. Tachado de misógino,  su odio hacia las mujeres -para mí, por tanto, opinión personal- era sólo equiparable a la obsesión que sentía por ellas, provista esta paranoia, permisiblemente, por la falta de conocimiento que el pintor tenía acerca de nosotras. Tan complejas que debemos ser.
A veces no queda más remedio que trasladar el odio hasta aquello que no se comprende.

El título del cuadro viene a colación y cuento con los desvelos taciturnos del autor, pues el señor Von Stuck, a quien admiro incluso por encima (máxime por encima) de su misoginia y todo, compartía obcecación maniática -también generosamente-, junto con la que ya le profesaba a las females que cohabitaban más allá de su espacio vital, con la caída primigenia del hombre (pecado original) y el pecado en sí, sin cabida al no, fuera de la índole que fuera, siempre que estuviera unido al sexo eso sí. ¿Odio o vicio? ¿Fobia o Filia?
Hasta la saciedad más sacia se harta de hermanar exageradas figuras de reptiles con cualquiera que se preciara ser Hija de Eva, es decir, con cualquier mujer, que no con una mujer cualquiera (aunque tal vez para él fuéramos consideradas todas así; unas Cualquieras -vista la comparación), identificándola reiteradamente como un ser diabólico a la par que seductor, atrayente a la par que fatal, dominante a la par que poderoso.  
Eso es;  Poderoso. Poder. El que ostentan nuestras curvas.

Precisión matemática entre esa igualdad maldita que lo volvía loco, lo obsesionaba y lo fascinaba al mismo tiempo; Mujer=Serpiente=Pecado. Claro me queda que, manejando esa rigurosa ciencia de la paridad como lo hacía su ofuscado encefalograma, lo sorprendente sería no odiarnos de esa manera tan visceral -mero hecho de existir-. En perseverancia crónica -como una enfermedad- ligadas siempre como estamos a la tentación, al sexo, al pecado (sobre todo a éste), a la condenación, amarrados nuestros brazos al cuello del diablo. No soy prudente cuando pienso que los hombres no pondrán un solo pie en el Reino de los Cielos por nuestra culpa;  Mea extremis culpa. Mea. Mea”. Víctimas todos del pecado, escudándose en las féminas, quienes llevan éste en sus sensuales formas, o será por esa tara suya, en algunos casos, de no controlar la bragueta. Tan esclavizados -y sumisos- como algunos lo están a su bajada. No hay tanta preocupación por el descenso de la prima de riesgo cuando es una mujer la que se cruza por el medio.

En esta obra, realizada en 1893, Von Stuck plasma a una sensual e inquietante Eva como la reencarnación misma de la tentación en su fase terminal, como si después de ella no hubiese nada, con una mirada provocadora, fija en los ojos de quien osa mirarla. Espuela de oscuros estímulos. Impresionante ese torso emergente de las sombras; híbrido entre éstas y la desmesurada serpiente, como si ambas incitaran -incitan de hecho- a algo deshonesto, impúdico, extremadamente perverso (extraordinario), a capturar en el instante ese cuerpo que lo prolonga, a poseerlo ¿quizá?, hostigando al deseo que surge siempre de entre las basculantes curvas de la mujer.
Debilidad indeliberada de los hombres rasos.

Como se ha suscrito, las ideas oscuras que le bullían escupían demonios en su cerebro y éste, terminaba vomitando obsesiones sobre el lienzo. Obsesiones… Curioso lo de las obsesiones… No sólo el señor Von Stuck escupía perturbaciones mentales sobre sus realidades más inmediatas. No sólo él vivía obsesionado con la indecencia de nuestras curvas. La peligrosidad de ellas y el vicio que fomentan, ataca con virulencia y acrimonia -bajo un uso indiscriminado- la entrepierna de los más débiles, de los más flojos de voluntad, de los más enclenques de temple, sin advertir -percibir acaso- que son pasto de la virtud más subliminal, más sombría, más endemoniada y menos lícita de cuantas existen.
No es débil el que tienta, sino el que se deja tentar.

Reflexionando sobre esa especialización dominante y obsesiva que Von Stuck hizo del desnudo femenino, me ha surgido espontáneamente pensar en el poder fáctico que poseen -poseemos- las mujeres, pero sobre todo sus (nuestras) curvas.
Prietas. Oscuras. Sinuosas. Tortuosas. Poderosas.
La figura femenina ha sido elevada al nivel de idolatría, siendo causa de todo tipo de emociones a lo largo del devenir de las centurias; deseo, odio, amor, ira, locura…, dando siempre rienda suelta a la casquivana imaginación del hombre. Ni las necesidades físicas para cubrir nuestro cuerpo ni las reglas morales con la estúpida intención de “alejar el pecado”, dejan fuera de juego el poder que ejerce la imperiosidad de las curvas femíneas. ¡Bienaventuradas sean! (¡ellas y sus portadoras, of course!). Se han convertido, por lo que se ve, en un arma infalible, derivo de obsesiones, desvelos y como no, virtudes, que se ha inmortalizado hasta nuestros días. Sí, Señores y Señoras, la sensualidad de nuestras curvas es todo un emblema de poder, capaces de desquiciar a… (casi) cualquiera…

Así que por favor, mujeres de Dios, háganme un uso responsable de ellas… ;P

miércoles, 24 de octubre de 2012

Versículos de Sintomatología.



Una acuciante taquicardia, sinfonía de latidos airosos entre músculo y piel,
 tañen apresurados, carentes de compás, de cadencia armónica singular, y sin decreto que los legisle, y  taladran bajo el diagnóstico de una arritmia porfiada la quietud de mi cavidad torácica, obligándome a prestar atención únicamente a su ampuloso y atropellado sonido.
Imprudente en su reconcentrado egoísmo por ser escuchado.
Es tan redundante el anguloso rumor de su mensaje que me escoria los oídos.
Una gota de sudor a cien grados sobre cero, en el punto crítico de ebullición,
-efervescencia catalítica-, se desliza dadivosa, franca e irreverente, por la tensión hipocondríaca acumulada en las cavidades internas del cuello, ignorante de su significado cardio-vascular.
Una boca incívica clama abandonada por Sus labios,
 por Su piel, por todos los recovecos recónditos de Su cuerpo cubiertos por la amalgama epidérmica de sus doradas capas.
Un rubor incandescente enciende, otorgando color envuelto en un sarpullido carmesí, la delicadeza perlina de mis mejillas.
Un cuadro de parálisis aguda alcanza a cada centímetro de mi organismo, con notable excepción de los fluidos internos que, ansiosos y anhelantes, parecen estar de perpetua celebración.
Solemnidad orgiástica.
Bacanal de lujuria.
Un desvelo noctámbulo en una noche de luna muerta,
un insomnio nervioso,
y el calor tibio de las sábanas que envuelven mi cuerpo, aplastándolo iracundo contra el colchón, saturando de pegajosa humedad el aire que logra colarse entre mis piernas.
Un sueño que me reclama -me exige- Soñarle, y que no me permite dormir. Cediendo confesiones veladas a las luces áureas de un amanecer confidente, versadas en mi anhelo de no querer despertar si no son sus brazos los que acogen mi vigilia.
Hiperventilo el gramo de perfume que me impregnó en el hombro izquierdo alguna de las tardes que imaginé que me abrazaba. Su esencia me droga, me intoxica, me infecta hasta gangrenar carne, nervios y arterias.
Oreo suspiros de ansiedad en frecuencias de frenética desesperación.
De lúcido Deseo.
Al son palpitante de Sus palabras,
me siento asaltada por un dolor abdominal, estomacal, intestinal.
Un vacío total en la oquedad parsimoniosa de las vísceras en el que paradójicamente no cabe un bocado de nada.
Un vertiginoso caudal de sangre, -hemoglobina en estado de hemorragia-, viaja aglutinado y frenético por mis venas. Recorriendo en coágulos incandescentes cada una de ellas con la presteza implorada que requiere el ritmo autoritario que presiento en Su aliento y que cede Su voz. Un forme hematíe desesperado por abrirse paso, incita a otro en una carrera por llegar primero al corazón, y alzarse con el triunfo de hacerlo estallar en pedazos.
Un palpito calamitoso, en estrepito curso, se torna adrenalítico unos cuantos centímetros por debajo de mi ombligo. Un desierto dentro de mis entrañas, y un oasis en Su entrepierna.
Un temblor convulso, esquizofrénico, -alejado de mi control-, anida en piernas, manos, labios. Un hormigueo en la lengua que precisa dar refugio a mis palabras, acentuado su monástico retiro por lo imponente de Su presencia.
Metabolizo lentamente, -en cadejos de esfuerzo-, la madeja enmarañada de sensaciones que me acometen, agilizando la ávida catarsis de emociones obsoletas anquilosadas en la fermentación -putrefacción- amarga de un cuerpo adormecido por el hastío.
La gota aún transpirada, reverberada de la indisciplinada ansiedad,
secretada por el indiscreto Apetito, candente aún por la temperatura ambiente, continúa con ánimo imperturbable su travesía hacia la tentadora y consoladora perdición, surcando mis pechos, atravesando mi abdomen, y haciendo escala en mi ombligo antes de perecer en su atinado destino.
Lejos del fin, el medio.
Una hipnosis neuronal, un enajenamiento mental, un autismo ajustado a Sus ojos cuando los míos se pierden en su resplandor. Un control que le cedo, o me arrebata, o ambas.
Una pérdida de conocimiento, de voluntad, una incapacidad intelectual casi absoluta.
Absurda. Abusiva.
El bloqueo circundante de todo pensamiento nato, inédito, acumulado o adquirido.
Un deseo procaz alimentado de un nihilismo demostrativo, de un hedonismo causativo, de querer ser fagocitada por Sus labios y enredada entre la apuesta segura de Sus manos, entregándome a un número inexacto y vibrante de petite morts.
Al éxtasis más rotundo bajo la excelsitud perfecta de Su cuerpo.

                                                                           

jueves, 4 de octubre de 2012

Parasomnia.



Su casi metro noventa parece ajustarse a ese sillón de cuero negro con una perfección invocada, hecha a medida, a la fidelidad del milímetro de su cuerpo.
Estudiado para tal fin.
Como un guante de seda a una mano. Exacto y preciso.
Perfilado con apostura y garbo en el que considera -es-, por condición y naturaleza, su trono, su lugar, una de sus piernas descansa en una flexión elegante sobre la otra con una naturalidad mesurada por un refinamiento que se predice -ya anunciado por el carácter- innato. De suma y porte sereno, dueño de una templanza incitante (inquietante para quien lo observa), acicalado con traje de tres piezas de corte impecable, la galantería -en el contorno que deja adivinar su semblante- parece cobrar vida más allá de una simple definición axiomática.
Extrapolada de su figura; agoniza.
Un árbitro de la elegancia. Un beau Brummell del siglo XXI.

Degusta con exquisitez una copa de Emilio Moro mientras contempla, a escasos metros del final de la sombra que la luz dibuja sobre las baldosas del suelo, la respiración pausada y regular de aquella chica -desconocida aún- que, dormida y de forma inconsciente, exhibe su figura sobre una cama de sábanas todavía intactas de Pasión y Deseo.

Al tiempo que abandona su paladar en brazos de la narcótica seducción que le proporciona el suave sabor del vino, sus ojos, entrecerrados, recorren -estudian más bien- sin prisa, la silueta expuesta de ella con la única ambición de aprenderse cada una de las líneas que moldean insinuantemente su cuerpo. Las tortuosas, -en sendas de escabrosidad intolerablemente concluyente-, curvas, no le conceden tregua.
Le envician. Le vencen.
No hay armisticio en la dilatación que exigen sus pupilas para alcanzar a ver el más allá que le prometen sus piernas.

Durante las décimas de segundo que recoge la bagatela de un instante, se maravilla ante la serenidad que esboza aquel rostro cuyas líneas expresivas desea asimilar como el más trascendental de los Códices, a fuego candente si es necesario para distraer al olvido.
En estado de parasomnia, salmodia de media noche al compás quebrado de un deseo inédito. Imprevisto.
Uno de los mechones dorados resbala rebelde sobre la delicadeza que se conjuga en el pecho, levantándose suavemente con cada exhalación que imprime ella a su respiración.
La mira una vez más, (si es que en algún momento ha dejado de hacerlo).
Nunca había visto algo así, de aquella manera o parecido, irradiando tanta paz, transmitiendo tanto orden en cada estertor, cediendo tanta placidez. Estaba tan indefensa ante él. Tan vulnerable a sus manos. A su Hacer. Tan huérfana de amparo sobre aquella enorme cama en la que se perdían las delicadas formas de su cuerpo.

Le parecía hermosa. La más hermosa de todas, y la ternura que le causaba se mezclada extrañamente con otra predilección menos generosa pero más animal (primitiva), -humana en cualquier caso-.
Las ansias por tocar su piel le quemaba las yemas de los dedos.
Aquella continencia extrema a la que se sometía por voluntad propia le dolía.
Se irguió en toda su estatura sin dejar de observarla, -contemplarla- como una bella obra de arte expuesta en las galerías de un Louvre abierto exclusivamente para Él, y se dirigió solemne hacia ella, sin tener clara una intención en el proceder que lo satisficiera. La imagen enmarcada entre sus pupilas poseía la calidad y distinción de un lienzo acabado al óleo.
Una obra pintada por él mismo, agudamente perfilada como una fotografía.

Alargó el brazo, con el movimiento pausado de un espectro, sus manos elegantes y distinguidas se aproximaron hasta alcanzar el borde de la sábana. Deslizó la suavidad de la tela remisamente, dejando la lasitud de aquel cuerpo al descubierto. Un súbito calor subió por su columna y le viajó por la espalda. Urgente. Sus manos ardían. El calor acomodado en la habitación se volvió opresivo.
Durante unos segundos la observó con la expectación sigilosa, -y reverencial delicadeza- de un elegante depredador a su presa. Con la mirada, emblema de Deseo, recorrió los pliegues secretos de su cuerpo. Escrutándolos. Intentando inútilmente exorcizarse de ellos.
Rodeó el perímetro de la cama. Acechante. Cazador.
Instinto, solo instinto.
Parecía aceptar con la mirada y negar, sin embargo, con la cabeza.
Finalmente se decidió a pasar los dedos sobre la candidez de su piel concentrando en ellos la esencia clausurada de todos sus sentidos. Los ojos, anhelantes de algo que quería, -con gusto a Deseo-, rememoraban momentos perdidos que estaba dispuesto a rescatar de la fantasía. Excitado por la tibieza de su piel, la desnuda sensación de abrigo se aunaba de nuevo con un deseo casi salvaje de poseerla.
De hacerla suya.
De arrebatarle el Alma.

Ella se movió ligeramente, desconocedora de la situación, y él apartó los dedos de su cuerpo como si hubiera recibido un calambre. Extraño. Impetuoso. La descarga de una docena de voltios arropó su comedido gesto. Cerró el puño con fuerza, clavándose las uñas en las palmas, los nudillos blanquearon mientras ella aún respiraba parsimoniosamente. Indemne a aquella sacudida que le hostigaba a él.

Bajó la mirada, precavido. Dio media vuelta y dirigió sus pasos hacia la puerta. Cuando su mano aferró la frialdad metalizada del pomo, una voz susurrante rasgó detrás de él el silencio coagulado en la habitación.
        -No se vaya, Señor, por favor…
Poseía una dulzura infinita.
Se giró.
Ella sonreía, dispuesta a dejar que aquel hombre diera forma a sus sueños.
Él deshizo sus pasos.
En estado de parasomnia, salmodia de media noche al compás quebrado de un deseo inédito. Imprevisto.
Algo comenzaba.
Infinito.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Susúrreme pecados al oído...


Susúrreme pecados al oído. Musíteme vicios. Siséeme escándalos. Perversiones, desenfrenos e inmoralidades. Haga que las palabras ardan en su lengua, que incendien mis sentidos. Exija a mis labios que le supliquen placeres sólo al alcance de sus manos, y a mis ojos adorarle hasta que se oscurezca su color. Reclame a mis rodillas la reverencia conquistada, y solicite a mi mirada que se deslice hasta que roce el suelo.
Suspíreme anhelos. Murmúreme antojos. Sílbeme pasiones. Deseos, ganas y ansias. Pídame que me entregue, que me proporcione íntegra. Demande en mi cuerpo sus lujurias, sus lascivias, sus lubricidades, y haga efervescer las mías hasta que me ahoguen. Acuse a mis manos que le acaricien con admiración, con desvarío, con fetichismo. reivindique sus derechos sobre mi piel.
Gríteme deleites. Incrépeme goces. Sermonéeme delicias. Delicatesen, Exquisiteces. Encantos. Ordéneme que escuche sus picardías, sus diabluras, sus locuras, y que ambicione ser cómplice de ellas. Engalane el aire que me trae su apetencia con la pretensión de poseerme y la esencia de gozarme. Dictamine cuál es su voluntad, y obre en mí para que la desempeñe.
Desapruébeme mi timidez. Prescríbame mi vergüenza. Asfíxieme mi decoro. Mi pundonor, mi decencia, mi conciencia. Castigue la honradez de mis principios con la condena de mil años de cama entre la perfidia de sus brazos, y escarmiente a mi boca para que no dé excusas, para que no asuma pretextos. Desengañe a mi moral con la humedad del soborno de sus besos y la embriaguez de su indecencia, y múdela a la suya.  Ensalive las perversidades de sus fantasías y oblígueme a escupir un recato que, receloso, jamás permitiría que fuera suya.
Exháleme delirios. Jadéeme éxtasis. Gímame extenuaciones. Desahogos, liberaciones y orgasmos. Alcance a ver en mí su alivio, su consuelo, su remedio. Desanude mis cuerdas vocales para que le confiesen verdades y desinhiba mi lengua para que revele los auténticos sentires. Macule de salpicaduras pecaminosas la pulcritud de mi pudor y arrastre con su obscenidad mi discreción. vapuleé sin clemencia mi exceso de cordura hasta parecer una insensata demente por saborear su piel.