miércoles, 22 de mayo de 2013

La Concubina del Diablo (XI)- Último capítulo.




Coloreó sus labios con concentrado de cereza, y realzó el tono de sus blancas mejillas con extracto puro de melocotón. Después de rociar su cuerpo con un perfume de esencias frescas de jazmín, canela y jengibre con el que él la había obsequiado, perfiló el verde de sus ojos con antracita, para que su mirada ganara intensidad en contraste con el matiz rubí de su larga melena.

Mientras la beldad esmeralda y perfecta de la confección del vestido se ajustaba de forma soberbia sobre la sensualidad de sus incipientes curvas, ciñendo su efigie con prodigalidad finita, Agnieszka se beneficiaba de la compañía de las imágenes que poblaban su cabeza.
Esas imágenes alfabetizadas, en orden estricto, aleccionadas disciplinadamente para aguijonear su Deseo del modo tan terminante como lo hacían.
Convincentes. Concluyentes. Dogmáticas.

Aún manifestando para sí (con afán de convencimiento) esa decisión, -ya por filia a la queja más que por voluntad-, de no ceder a sus órdenes, Agnieszka se permitió cierto grado de vanidad exhibiendo con generosidad un escote que realzaba su feminidad hasta estados de enajenación transitoria en quien lo mirara, al tiempo que su sexo recapitulaba los asaltos salvajes que aquel hombre le había tributado a su entrepierna.

Aquel maestro de la perversidad y la lujuria, la recordaba -en tono afectado- pasajes infaustos de castigos y expiaciones a penar por haber tenido la osadía de cometer pecados con sabor a dulce melaza sin su consentimiento.
           
            -Mereces ser castigada por tu insolencia.- indicó, mientras esa hechizante mirada de ojos azabache la recorría por entero el cuerpo, deteniéndose deliberadamente en la voluptuosidad que se velaba agazapada entre las insinuantes formas del cuello, de los senos, de las caderas.
            -¿Crees en Dios, Agnieszka?- la preguntó.
            -Sí, Señor.- afirmó ella.
            -Desde hoy, creerás también en el Diablo.

Su Maestro obviaba impreciso que la iba a castigar únicamente por tener la virtud de volverlo loco. De convertir en delirio la sofisticada intensidad de sus emociones.
Por excitarlo de aquella manera tan animal, tan salvaje, tan alejada de la razón como lo hacía ella. Sólo ella.
Ese era su poder.

Agnieszka recordaba con tacto libidinoso sobre su piel como él había hundido febril las manos en la bondad de su carne, explorando sensaciones desconocidas con las yemas de los dedos. Indagando estremecimientos. Descubriendo sacudidas y conmociones que la postraran a sus pies desde ese momento -y de forma vitalicia- como la esclava sexual que era.
Él sabía que ella era como arcilla entre la suficiencia de sus manos.
Receptiva a su manejo. Fuera cual fuera.

Con un par de cintas de exquisita seda la ató las muñecas a la cama, aferrando su reticencia y susurrándole al tiempo con voz soluble promesas de placeres que alcanzaría a través de él. Sus palabras se convertían en una tenacidad que servía invariablemente como acicate de su obstinado deseo.
También en el infierno pasaban cosas buenas.

La primera embestida fue apremiante, invasiva, imponente, violenta, extremadamente íntima.
Una vez hubo cedido esa barrera; desvirgada, la poseería con toda la rabia que ella le provocaba. La castigaría por lo que le hacía sentir sólo con su presencia.
Agnieszka se arqueó bajo la virilidad de su cuerpo. En la temblorosa garganta sonó el suspiro de la carne desgarrada. El dolor huraño del envite la impidió controlar la urgencia de lanzar un grito.
Gritó.
A cada apuesta por entrar en ella, el cuerpo de aquel Diablo se tensionaba como la sirga de un arco. Vibraba. Agnieszka cerró los ojos en un deseo de aliviar el dolor inescrutable que le provocaban los arrebatos de lujuria de aquel Ser.
Era tan recio en sus entradas, tan tenaz en la presión de la carne contra la carne.
Entre los intimidatorios ecos que musitaba la perversión de las laringes, el rítmico frenesí alcanzado por su dantesco amante se interrumpió. De repente.
El silencio cubrió la estancia.

Ingresada en el dolor, el aturdimiento y la confusión, Agnieszka abrió los ojos, con pesadez, -miedo, acaso-. El desconcierto de sus pupilas se encontró directamente con la atención que le dispensaba él. A pocos centímetros, la miraba absorto, respetuoso, considerado, y entonces sintió la ternura de aquel hombre en la delicada presión que ejercía sobre su cuerpo, en el vibrar de sus oscuros ojos, en la gentileza de sus manos.
Parecía levitar sobre ella cual piadoso ángel.
¿Qué iba a pasar ahora? ¿Por qué la miraba así? ¿Qué es lo que iba a hacer con ella?
La mirada de él se estrechó cuando observó el temor en el rostro de Agnieszka. El pálpito de la circulación sanguínea era perceptible en las venas de su cuello. La boca trémula de dudas. Podía sentir las dentelladas del miedo en su estómago. El corazón encogido.
Una irrefrenable ternura lo asaltó, casi de improviso.
Era tan dulce, con esa cándida mirada -de incertidumbre en esos momentos-, y tan desafiante al mismo tiempo cuando la retaba a un duelo de voluntades y entregas. Cuando la incitaba a rebelarse contra él. El brillo de desafío de su mirada avivaba su pasión, su condición, su especial naturaleza.
Adoraba esa explícita dualidad.
Ese sagrado binomio que estimulaba su supremacía.

Se movió un poco, aún dentro de ella. Profundizando. Agnieszka esbozó una mueca de disgusto a esa nueva intromisión. Él se quedó así, quieto, en su interior, para que se acostumbrara a él.
Luchó por contener la furia de sus embestidas, por controlar el curso de sus manos recorriendo la fragilidad de su rostro, de su cuello, de sus senos. Dominó sus mordiscos, sus arañazos, sus caricias… su pasión.
No quería hacerla daño. 
La besó, con una devota religiosidad emanada de la ternura que lo embriagaba.
Y de nuevo surgió el milagro. Ella volvió a humedecerse, sintiendo como una agradable calidez se instalaba entre sus piernas. Él lo percibió, y comenzó a moverse sobre ella, lentamente, con cautela, imitando las ondulaciones seguras de un felino.
De la garganta de Agnieszka, -sacudida por estériles sollozos-, surgió un sonido que sonó peligrosamente cercano a la Entrega. Preludio de lo que quería ofrecerle. Epílogo de lo que él deseaba obtener.
Él sofocó su grito con la tibieza de un beso, seguido de otro.
Sentía su cuerpo fundirse con la piel de él en una mezcolanza de capas cutáneas sensibilizadas y doloridas, el calor de su aliento abrasarle los pulmones, la carne plegarse como dócil masa entre sus manos.

Sustraída en su gozo, -inmersa en aquella mágica armonía-, el Deseo amenazaba con estrangularla. Todo se difuminó a su alrededor, salvo el anhelo apremiante de darle placer a él.
Sería siempre suya. Sólo tenía que pedírselo.

Progresivamente fue aumentando el ritmo, amoldándose a ella, ensamblándose a su dolor. El frenético tintineo de cuerpos combaba las figuras de ambos bajo las débiles sombras que les entregaba la noche para encubrir sus perversiones. Los gemidos se intensificaron. Con cada envite se deshacían los nudos de las contradictorias emociones de Agnieszka.   
Todo parecía estar suspendido en el tiempo. Él. Ella. La noche.
El placer inundó sus gargantas hasta anegarlas a cantos desenfrenados.
Agnieszka se tensó en torno a él, con las incipientes convulsiones que comenzaban a desencadenarse en su cuerpo.
Lo miró. Solícita. Buscando su beneplácito.
Ésta vez.
Él le otorgó su permiso acrecentando sus ingresos en ella mientras la acariciaba el Alma con la mirada. Ella lo acogía servicial y extenuada, hasta que finalmente se dejó ir. Llevar. Hasta que finalmente él la elevó hasta el Séptimo Cielo. A su Gloria.

Abatida por la furia con la que se había declarado el placer en su cuerpo, él le desató las manos y la incorporó sobre la desvencijada cama.
Su órgano seguía en plena ebullición aún, reaccionando a ella.
Buscó su boca y se lo metió. Agnieszka lo retuvo entre sus labios, bajo su paladar, saboreando su frenético pálpito con la lengua. Él la cogió por la nuca y se introdujo más hondo en su boca, dando comienzo a una danza de precisión compuesta por calculados movimientos.
Inexplicable delirio de adictiva lascivia al que era imposible sustraerse por más tiempo.
Pasado un rato de cimbrado oscilante, la agarró por el pelo y la apartó de un tirón, para desparramarse libremente sobre sus virginales senos…



… La campanilla del pequeño reloj de pared sonó. Era la hora.
Estaba lista. Se miró en el espejo; crecida. (Él la hacía crecerse).
Aquel vestido era sin duda el reclamo de una ramera. Perfecto, -incluso a esas intempestivas horas de la mañana-, para solicitar las atenciones que su cuerpo comenzaba a requerir de él.

Descendió la veintena de escalones que mediaban entre su sagrado claustro y el salón, portando orgullosa el regalo y las marcas que le había dispensado el Señor. Su Señor. Él la esperaba sentado a la mesa.
Sombrío. Expectante. Curioso.
Cuando hizo entrada en la estancia, se levantó y caballeroso, la ayudó a sentarse.
            -Estás preciosa, pequeña.- le susurró cómplice al oído.
            -Gracias, Mi Señor.
Acomodados en sus respectivos asientos, ambos se miraron fijamente a los ojos. Se buscaron.
            -Sé quién es.- dijo rotunda, Agnieszka, manteniéndole la mirada.
            -¿A sí?- sonrió él.- ¿Y quién soy?
            -Belcebú, Leviatán, Satanás…, el Diablo.- respondió mientras un escalofrío recorría su espalda.
            -¿Crees que soy el Demonio?
            -La enigmática opacidad de sus ojos.- comenzó a enumerar Agnieszka.- sus rasgos perfectos y afilados, su embriagador aliento, la palidez casi transparente de su piel, el frío que desprende su carne. Ese exceso de lujuria, esa incontinencia de deseo… ¿Quién más puede ser tan perverso sino es el Diablo?
Él se acercó unos centímetros a su rostro. Intimidatorio. Reservado.
            -¿Qué te parece… su más inmediato enemigo?
El aliento gélido que desprendieron aquellas palabras se precipitó por el candente tono grana de las mejillas de Agnieszka. Se apartó un poco para poder mirarlo de nuevo. Sus ojos azabaches brillaban por primera vez. La estupefacción tomó el lugar de la sorpresa.
            -Dios.- musitó.
Él sonrió.
            -Entonces, eres…

Lejos, muy lejos de ser la Concubina del Diablo, como ella creía ser, Agnieszka se había convertido en la Concubina de Dios.

Porque la línea entre el bien y el mal es tan fina y dulce -a veces-, porque la tentación es tan hermosa -en ocasiones-, que hasta un día hizo sucumbir la carne y el lado más perverso de Dios.


FIN

sábado, 18 de mayo de 2013

La Concubina del Diablo (X)- Penúltimo Capítulo.





Con el pulso de sus palabras aligerando la sangre de Agnieszka, inmóvil como una estatua de ónice en medio de la estancia, y sin poder permitirse el alivio de las lágrimas, él -con acerada vista- la cogió por la cintura y la atrajo hasta sí de un tirón, advertido por el contexto de la situación. Su proximidad -impuesta por él-, osada y débil al unísono en ella, daba urgencia a las ganas por poseerla de nuevo.
Por gozarla otra vez.
Asilvestrada pero elegante como era. Lo trastornaba.
Se sentía omnipotente, -un Ser Superior-, cuando la tenía bajo la escrupulosidad de su control. Cuando únicamente él valuaba cada uno de sus movimientos. Cuando la despojaba de ese orgullo que sufría. De su pose ingenua.
Soberano de su cuerpo. Esclavo de su alma.
Observó, bajo un enfoque de perspectiva singular y contemplativa, como le cautivaba la fina -pero marcada- curva de sus labios, rojos como el arrebol del vino perlado, rojos como su llameante cabello, rojos como la  pasión que desprendían los finos poros de su piel.
Rojos como su ira, en esos momentos.

Con suavidad lamió la ternura de sus párpados, primero uno, después otro, obligándola a cerrar los ojos, y a que el verde ambarino que poseía su iris derramara las lágrimas enrabietadas que habían sido expresamente elaboradas por los dos bofetones disciplinantes que la había proferido, y por aquella posterior declaración de intenciones.
Ramera, la había llamado. Lo era. La Suya.
El agua y el salitre se mezclaron con el sonrojo de las mejillas. Como delicados diamantes tallados en sal se deslizaron por su rostro mientras que él, con la punta de la lengua, exploraba la concavidad de sus mejillas, los vericuetos de las venas exaltadas en las sienes, la zona lagrimal de los ojos.
            -Baja la mirada.- le pidió en tono apacible.
Ella accedió.

Él se aproximó buscando la boca de Agnieszka. Hizo viajar a su lengua por su suave longitud, asegurándose de sensibilizar la zona, probándola, saboreándola, reclinando sobre su forma sabores sazonados en un deseo a falta de mesura.
Lanzándola al límite de la razón, si es que existía, -o había existido alguna vez-, en aquellos aposentos.
Cordura de locos o locura de cuerdos.
¿Qué más daba?

Cuando Agnieszka entreabrió ligeramente la boca para albergar la lengua sinvergüenza de aquel hombre, él la escuchó gemir. El sonido maquinal que dejó escapar por sus palpitantes labios se alternaba inconstante entre una debilidad y una profundidad fronteriza a la satisfacción, casi inaudible bajo el duro tronar de los latidos de su corazón.
Ella refrenó el miedo, y comenzó a corresponder a aquel beso deslenguado. Difamatorio en su esencia.
Partidario infamante de un atrevimiento que sólo él era capaz de estimular en ella.
De entre todos los Diablos que poblaban el mundo, había escogido al único que podía hacer milagros.
Travieso, tomó un tanto de distancia, apenas unos cuantos centímetros de su rostro, obligándola así a buscar sus labios y el dulce sabor a aguamiel que destilaban. Se echó ligeramente hacia atrás, de modo que Agnieszka tuvo que esforzase para llegar a él, para alzarse hasta merecer el sabor incrustado en las comisuras de su boca. Se puso de puntillas, apoyando todo el peso de su cuerpo tan sólo en la fragilidad de los desnudos dedos de los pies.
Cuando sus rodillas comenzaron a temblar por el esfuerzo, él, con el manto de la larga melena enroscado en su mano, la forzó a echar la cabeza hacia atrás en el intento de capturar la reserva de su mirada. Como en un libro abierto por páginas en blanco, aquel hombre podía leer el deseo que se zafaba de sus ojos, e inclinando su rostro, cubrió el inocente contorno de los labios de ella.
Macerando su apetito.
Explorándole cada recoveco de la boca con la lengua.
Arrancándole secretos enmudecidos por el decoro cada vez que abarcaba su voluptuosidad.

Agnieszka bebía cada uno de sus movimientos, y él abría en cada envite su boca para acoger la de ella, mientras las procaces lenguas, con su húmeda danza de acordes extasiados, detenían el tiempo en un instante de precisa y mágica unión.
Con asombrosa afinidad.
Tenaces en su misión.

A través de su boca ella se ofrecía de nuevo a él con la esperanza de recuperar su dignidad.
Sin pensar que nunca la había perdido. No con él. A pesar de ser Su Puta.

Como sucediera esa misma noche, entre la confusión que confeccionaban meticulosamente las luces y sombras de la estancia, sus cuerpos se entrelazaron en una comunión bendecida por el Deseo y la Pasión.
Por la Dominación y la Entrega.
El contacto que la prestaba aquel hombre era al mismo tiempo una intromisión y un bálsamo.
Una adicción y su inmediato paliativo.
Él la había escogido a ella, de entre todas. 
Agnieszka quería aceptar su velada admiración, pero a la vez sustraerse a su insolencia. Una insolencia que  la adentraba cada instante más lejos de lo que ella misma había osado pensar nunca. Ya no era una niña, ni tampoco una doncella. Unas horas antes, dentro de aquella misma noche, se había transformado en la Concubina del Diablo. Del mismísimo Belcebú.
Sabía quién era él.
Paradójico que los demonios del Diablo se apaciguaran únicamente recurriendo a los ángeles de su cuerpo.

Con la fuerza de los dientes en sus labios, la armonía acuosa de las bocas parecía escribir versos de un Shakespeare con delirios erotomaníacos. Rimas parejas de poetas ebrios de lujuria, mecanografiadas en un lenguaje de gran intensidad poética; el baile inspirador de las lenguas. Rapsodas licenciosos sólo preocupados por la búsqueda entre sus letras del amor carnal y la saciedad de ese apetito venéreo que les quemaba las venas.
Libídine en estado constante de exaltación.
           
            -Ahora, vístete para mí.- le susurró al oído.

Las palabras, envueltas en aquella voz que le producía escalofríos, empapaba el tuétano de sus huesos incitándola a iniciar un acto de oración que encendía preciadas e inéditas sensaciones en su cuerpo.

Y se vistió para él.

Continuara...



lunes, 13 de mayo de 2013

La Concubina del Diablo (IX)



Después de cubrirse la expiada desnudez con el batín de seda azul turquesa que descansaba sobre el respaldo de la silla, la puerta se abrió al permiso que concedió Agnieszka y tras las cuatro vueltas de rigor que aquel hombre siempre le imponía a la cerradura y a su libertad.
Estaba tranquila, segura de que si habían reclamado el debido consentimiento para entrar, no era él el que se encontraba al otro lado de la puerta solicitando siniestra audiencia.

Una mujer de avanzada edad hizo inmediato acto de presencia en la habitación.
Lo que se presumía como una larga melena plateada se recogía en un pequeño moño situado en la nuca. De pequeños ojos castaños, vestía los atavíos típicos de una criada que ha dejado la mitad de su vida sirviendo al mismo Amo. Agnieszka conjeturó que se hallaba ante el ama de llaves del que ya era su nuevo hogar.

            -Buenos días, señorita.- saludó la anciana.- El Señor quiere que baje a almorzar con él. Me ha pedido que le exprese su deseo de verla puesto el vestido que la trajo anoche.
            -Puede decirle al Señor que no bajaré a almorzar con él.- respondió Agnieszka con soberbia.- No tengo apetito. Es imposible tenerlo en estas circunstancias. Y también puede decirle que no me pondré el vestido que me regaló. Puede llevárselo si así gusta y regalárselo a otra.
La mujer esculpió en sus labios una media sonrisa que sofocó con una expresión de complicidad que Agnieszka no entendía.
            -El Señor me advirtió de cuál sería su respuesta. En base al acierto, le aconseja que no desobedezca su voluntad. Ha señalado a modo de curiosidad que no es una orden sino un deseo expreso, y que si no baja Usted por las buenas, bajará con él por las malas. En cuanto al vestido… póngaselo. Si lo enfada, será él mismo quien se lo ponga, y afirma no ser muy diestro con los cordones que se encargan de ceñir el corsé al torso. Suele apretarlos demasiado.
            -¡Su Señor es digno de ser detestable!- exclamó irritada, Agnieszka.
            -La vendrá a buscar dentro de una hora. No lo haga esperar. Le gusta la puntualidad.

La puerta se cerró tras la salida del ama de llaves. Agnieszka se giró, topándose de nuevo con la imagen que el espejo reflejaba de su cuerpo.
Olvidando en qué momento había dejado de recordar y estaba comenzando a revivir, se deshizo del batín de seda, deslizándolo hasta el suelo, y continuó su particular periplo por las señales abandonadas en su cuerpo. Los recuerdos volvieron a aflorar provocando una tempestad de viento y arena en su interior.  

Sintió de nuevo los escalofríos que recorrían su médula cuando los movimientos retorcidos y perversos de la lengua de aquel hombre y el de las antojadizas curvas de sus caderas, contorneaban en su sexo trayectos concurridos de un gozo con vistas al infierno, o al cielo. No lo diferenciaba bien. Se estremeció cuando la lengua se alojó en su interior probándola, procurándola el encanto de delicias situadas fuera de su precario alcance de no haber sido por él y su inhumana lujuria. Enseñándola a paladear la multitud de aromas que habitan en los fragantes matices del placer.
El vaivén de la respiración se volvió frenético, como un energúmeno colérico con ansias de destrozarla los pulmones si fuera necesario para emerger del interior a como diera lugar.
Un monstruo de Ness dispuesto a resurgir de su lago para darse a conocer.

Férvidos gemidos prorrumpían de sus labios con el solícito cometido de uniformar esa excitación que devoraba sus entrañas. Un cuerpo extasiante y extasiado entregado a la impulsividad de un deseo que la obligaba a no querer perderse ninguna de las travesuras que Belcebú tenía preparadas para ella. Su particular Ángel de las Tinieblas la hacía retorcerse sobre sí misma rebuscando como una mendicante -enajenada- los acomodaticios movimientos circulares de aquella lengua demontre que la llevara a una culminación anticipada por el deseo.
Era tan cruel y a la vez tan generoso.
Tan salvaje y al mismo tiempo tan paciente.
Agnieszka denotó como su cuerpo se descubría hospitalario a los forasteros gestos de su carcelero. Daba cobijo entre las innumerables capas de su piel al caudal que brotaba de sus ansias, a su voraz apetito, a su condición dominante, a su naturaleza sádica, y él se había instalado en ella a través de sus dedos, de sus manos, de su lengua. No era difícil prever -aún inocente como era- qué sería lo próximo a lo que Agnieszka daría refugio entre sus cándidos muslos.

Pero antes, él estaba abrazando su sexo con la carnosidad de su boca.
Lo mordisqueó, lo succionó, lo besó una y otra y otra vez.
Incansable.
Nutriendo su creciente pasión con las impetuosas lengüetadas que la proporcionaba. Con la enormidad de sus manos la aferró con fuerza por la cintura para fijar su tembloroso cuerpo a su boca, cuando Agnieszka se convulsionaba entre los haces deformados que hilvanaba en su torso la culminación del placer.

Apenas y podía sostenerse.
Con la arrulladora voz de un trovador él se acercó a su oído.
            - No te he dado permiso para que te corras, mi pequeña doncella.- la dijo, echándole el aliento en el cuello.
Ella le tendió una mirada de confusión. Temerosa de su falta de concesión.
Vio entonces la lujuria y la perversidad presentes en sus ojos. Jugueteando, él llevó la yema de su dedo pulgar hasta la yugular y lo descansó durante unos segundos allí; deseaba contabilizar el pulso de su miedo.
            -Pero Mi Señor… - logró decir en un hilo de voz escasamente audible.
Él la tapó la boca para contener sus débiles protestas. El gesto envolvió la habitación en un silencio prudente que Agnieszka intentó interrumpir para defenderse.
La había tendido una trampa.
Las anémicas mejillas de aquel hombre se encendieron, y sus ojos adquirieron un brillo cáustico y burlón al ver el cariz que devengarían sus reproches. Le gustaba el aroma de desaprobación que parecía emanar de la proximidad del cuerpo de Agnieszka. Su obstinación le resultaba francamente seductora.
A ella, el martilleo del corazón la horadaba los oídos…


… La puerta de la habitación se abrió de repente. Agnieszka miró ofuscada a través del espejo la inconfundible silueta del intruso. El ruido hueco de sus botas al golpear el suelo lo precedían. Como buenamente pudo recogió el batín del suelo, y se lo echó por encima.
Su particular Diablo traía cara de pocos amigos.
            -¿Qué haces aún sin estar vestida?
Un escalofrío recorrió cada vértebra de su columna. Desestabilizándola. El tono que había utilizado en su pregunta la espeluznaba. Era ese tono -circunspecto y sobrio- reservado a las ocasiones en que parecía estar consintiéndola.
Nada más lejos de la realidad.
            -No tengo apetito.- se defendió.- No deseo bajar a almorzar.
Él se acercó sigilosamente hacía ella.
            - No deseas… - expresó  sardónico.- ¿Y desde cuándo tus deseos están por encima de los míos, Agnieszka?
Con el único preámbulo de una irritación contenida en la voz, la dio dos bofetadas.
Agnieszka sujetó el aliento refrenándolo en la garganta. Estoicamente mantuvo la cabeza alta, erguida hacia él, aunque a sus ojos asomaron conjuntamente las lágrimas y una expresión de desafío.
            -Me voy a encargar personalmente de bajarte esos humos, señorita, y ahora, engalánate para Tu Señor como la ramera que eres.


Continuará...





miércoles, 8 de mayo de 2013

La Concubina del Diablo (VIII)





Como si de los delicados filamentos que dan cualidad diestra a un arpa se tratara, Agnieszka punteaba con los dedos -tanteadores- los relieves lineales que se trazaban en la lividez de su marfileña dermis. Embelesada de curiosidad y cierto embeleso los acariciaba como una niña pequeña escrutando un nuevo juguete. Como marcadas a fuego, unas huellas estriadas, perfectas en su rasgo, hendían de lado a lado en carmesí, la blancura inmaculada de sus nalgas.

Y de nuevo, trajo a su memoria los vívidos recuerdos de las horas hundidas y gastadas en la noche…
Reminiscencias suplicadas por el deseo y la carne. Tan proclives a hacerse notar.

Demostrativo el murmullo asfixiado que el cinturón hizo al blandirlo en el aire por primera vez. Aterrador en su sencillez. Como el exordio de una obra literaria, el flagelante sonido captaba su atención y la preparaba el ánimo. En la segunda función oficiosa que particularmente le había conferido aquel hombre al artilugio; la correa de cuero rendiría a sus pies la nula pleitesía que Agnieszka mostraba hacia él, después de haber sometido inhospitable sus muñecas para que maniobrara exento de cargos por su cuerpo.
Agitó varias veces el cinto en la nada para que sencillamente comenzara a temerlo, a respetarlo, a tributar su inminente y amenazadora utilidad. Con tanta seguridad aportada en conseguir el cometido como tenía.

Sobre la cama, la había obligado a adquirir una postura casi de contorsionista, alevosa e inconfesable fuera de aquel panteón piadoso convertido durante unas horas en el lupanar de nutridos pecados y vicios (Deseos al fin y al cabo). El rostro reclinado sobre la almohada, devolviéndola su propio aliento a cada inhalación. La espalda curvada en un reviro ascendente elevaba sus nalgas hasta la cúspide de un escándalo visual que él relamía con gula carnal.
Expuestas. Ennoblecidas. Culminantes. Extasiantes. Poderosas.

Él se solazaba con esa indecorosa panorámica matizada por el ornato de su autoridad, por la atribución que le ungía el óleo de su naturaleza salvaje. En cruces apostatas. Ascéticas para una contemplación -perversa- tan pura como lo era la suya.
Demoraba su vista en las formas carnales de ella sin más presteza que la de instruirse en su cuerpo como un sabio de siglos.
           
En la cabeza de Agnieszka la razón parecía devaluar enteros frente al deseo. Un deseo con consignatario confirmado bajo la piel del mismísimo Demonio. Aquel hombre, aún siendo todavía un desconocido para ella, catequizaba lecciones de fe entre sus piernas, y predicaba con el ejemplo pervertidas enseñanzas que turbaban sus hasta ahora asentados modales de doncella.

            -No te mueves o será peor.- había advertido simplemente él.
Después de arrojar aquellas palabras con tono de profecía, dio comienzo al rito. Sagrado. A su particular misa negra.
Con ojos seguros y mano firme, deslizó el cinturón hasta las nalgas expuestas de Agnieszka. Ella apretó los músculos al impacto. Contuvo la respiración. El abdomen se tensó cuando el segundo azote atravesó horizontalmente sus glúteos. Persuasivo. Seductor. Las escisiones paralelas que los cruzaban le quemaban la piel con sordina.
A traición.
A conciencia un suave hormigueo martirizaba la zona que estaba siendo castigada por aquel animal. Ella sofocaba los sollozos con una respiración corta y acelerada que se dejaba oír con intermitencia entre el abovedado de la habitación, al borde abismal del llanto, mientras que al apretar los puños -en irónico consuelo- se clavaba las uñas en las palmas de sus manos.
A cada provocación del cuero, los lamentos se rompían en las paredes inflamadas de la garganta como el oleaje frente a la dureza corpórea de las rocas;
Furiosas y desenfrenadas.

Suspendida entre la ansiedad y la incertidumbre, Agnieszka escuchó sus pasos llanos, escuchó cómo se demoraban detrás de ella. Sólo contuvo el aliento, sin moverse.
No cabía la posibilidad de zafarse de él.
Lo tenía justo detrás.
La ausencia de diálogo llenaba de expectación el aire. Había aprendido a detestar sus silencios, más temibles y depravados que sus palabras.
En el donaire que fraguaba esa expectación, ella imaginó como él proyectaba una mirada de ojos lúbricos sobre el contorno sombreado de su enmarañada melena, sobre su tensa nunca, sobre su curvada espalda, sobre sus epicúreas caderas, sobre sus incandescentes nalgas, sobre sus flexionadas piernas, sobre sus femeninos pies. Aquella pose galvanizaría sus pupilas con llamas de deseo, y pensar en ello, incitaba a que un hormigueo muy diferente al que con anterioridad martirizaba su carne hasta la desesperación, se alojara oportuno en la escuadra secreta de su entrepierna.
Su deseo maduraba de un modo que ella no comprendía, pero que aquel hombre sí parecía reconocer. Crecía en la misma proporción que su desvergüenza.

Él se acercó un poco más a ella, -dejándose notar-, con el fin de aspirar mejor ese característico olor a lilas que la envolvía, mezclado con la seda, el sudor, el deseo, el éxtasis.
Ella apretó los párpados a su cercana presencia. El desconcierto la tenía paralizada.
            -Abre las piernas.- exigió.
Agnieszka separó los muslos, la temblaban perceptiblemente a causa de la tensión de mantenerse en aquella postura;
Oblicua. Declinada. Incidida.
Él se inclinó hasta el perfecto triángulo que sus piernas formaban con la base de la cama, y con un empeño desmesurado comenzó a lamer el elixir que manaba de las entrañas de ella y que escurría opulento y pródigo por las piernas.
Aquel néctar le pertenecía, al igual que le pertenecía Agnieszka.
Cada gota era suya. Cada fracción de ella, también.
Lo degustó con exquisitez como el manjar de Dioses que era. Él, el Dios, -atávico-, de mitologías  ancestrales, en el que se convertiría para ella. A cada libación Agnieszka dejaba escapar suspiros rotos de la garganta. Notaba como la lengua de su inmoral carcelero avanzaba como una culebra tentadora por el interior de sus muslos. Se elevaba vertical hasta alcanzar y enredarse en su sexo.

A cada lujuriante succión ella plegaba los labios, se mordía los bordes para no suplicarle con rezos casquivanos que continuara, con el miedo amenazador -por la osadía- de que su envilecida oración la desterrara del Cielo. De aquel cielo creado por él, para ella.
En el periplo miserable de su vida no recordaba haberlo tocado jamás -ni siquiera con la punta de los dedos- (El Cielo y los Ángeles estaban prohibidos para las desgraciadas como ella), excepto en ese instante en el que su piel vibraba con un anhelo al que aún no proveía de razón, desencadenando un torbellino de emociones contradictorias en ella.
Su límite más oscuro comenzó a despertarse. 

Él recorrió con la lengua su sexo, notando el crecimiento descarado de la natura al paso de su boca, apreciando el latido frenético de las arterías que cruzaban el sensibilizado triángulo.
Un latido contundente que lo avivaba.
La humedad del placer de su cortesana tenía un sabor dulce y letárgico que le obligaba a fundir la boca con los frunces inflamados de sus genitales.
Aquel hombre hundió la lengua en su interior, con la ayuda de la atractiva oscilación que imponían las caderas de Agnieszka.

Agnieszka frenó de golpe sus recuerdos y aquietó la celeridad que comenzaba a sufrir de nuevo su corazón cuando alguien llamó con tono agitado a la puerta de su mausoleo…


Continuará...



jueves, 2 de mayo de 2013

La Concubina del Diablo (VII)




Las tenues tonalidades que regalaba el amanecer se deslizaban aplicadas por entre la tela biselada de las cortinas de aquella única ventana que poseía el estimado mausoleo en el que los huesos de Agnieszka se corroían a base de abandono y hastío.

Abrió los ojos, despacio, desperezándose de la noche, o tal vez sondeando esa emoción instalada en su esperanza y que no conseguía que la abandonase; el miedo, y la que parecía su aliada más inmediata en esas maltrechas circunstancias suyas; la angustia, e intentó hacer un leve movimiento con las piernas.
Tanteador.
Aún tenía el cuerpo dolorido, y las articulaciones respondían como lo hacían las oxidadas bisagras de las puertas viejas de esos castillos que han sido desmantelados.

Bajo el embrujo estentóreo de un silencio trasnochado y marchito, Agnieszka comenzó a conjugar -a propósito del dolor que ejercía el papel de ángel anunciador de su infortunio- las imágenes del hombre que, de una forma con corta diferencia de ser salvaje, la había hecho suya escasas horas antes. Hilaba precisamente los momentos en los que su cuerpo había pertenecido a aquel extraño, y logró un vértigo abreviado al pensar en el peligro de que también su alma le había pertenecido.
¿Cómo era posible?
Aquel individuo era despiadado, impiadoso, feroz, violento, impulsivo, vehemente.
Inhumano…

Apurada, se acercó hasta el espejo y contempló con escepticismo la imagen que éste le devolvía de su cuerpo. Su piel expresaba fiel la atrocidad de la tortura erótica a la que había sido sometida. El sadismo tejido en los estratos de su dermis delineaba magulladuras cardenalicias que apostaban con un órdago los irreverentes y eminentísimos desafíos en forma de azotes, arañazos, mordiscos, bocados, pellizcos, caricias, cobas, y besos, que la naturaleza propia de ese sádico había dedicado consagradamente sobre ella.

Conmemoraba azorada, -pero más por antojo que por otra cosa- como el dolor se había vuelto intolerable en sus entrañas cuando él había introducido un tercer dedo en su sexo, incrementando furtivamente la intensidad de los impulsos.
Descortés e incorrecto.
Ella retorcía en hélices paradójicas su cuerpo de frágil muñeca en un absurdo y, por supuesto, ineficaz intento por aliviar el tosco suplicio, pero él la tenía inmovilizada. Estancada en el intervalo de un espacio perverso. En el ejercicio de su autoridad no la permitía moverse. Respirar si acaso, pero para seguir manteniéndola con vida. Sin saber muy bien cómo, diligentemente se había despojado de su cinturón, y había atado las muñecas de Agnieszka a su espalda.
Aún podía sentir sobre ellas la rigidez del cuero abatiendo la carne contra el hueso, aferrando su protesta. La exactitud de la pretensión de su esbirro; gritar.
Sí, finalmente ella había sucumbido a la tentación de la protesta, había clamado a Dios su queja mientras un dolor esdrújulo devastaba por entero el interior de su ser.

Él quería escuchar de labios de Agnieszka su reproche, su condolencia, sólo para tener una módica escusa por la que amordazarla. Sacó un pañuelo de seda del bolsillo de su pantalón y se lo introdujo en la boca.
Ciñendo su sollozo al efecto de la tela. Ahogando el propósito de sus lamentos.
Y así como la tenía, a su voluntad, anhelante de misericordia, de indulgencia -aunque fuera animal-, le mordió los pechos, el cuello, los hombros, labrando en su carne destellos de círculos perfectos de color escarlata, empapando de saliva la obra recién horadada sobre el lienzo cándido de la carne, que se volvía dócil y servil ante la presencia de sus colmillos.
El latido del corazón oprimía las cavidades donde se alojaban las vejatorias dentelladas.
En el espejo, apreciaba el relieve al que habían renunciado esas fauces afiladas a través de la tonalidad púrpura que ilustraba su piel.
Por lo pronto insaciables, avariciosas, egoístas…

Con la cerviz aún terciada hacia atrás, la redimió de la incomodidad de la mordaza y la ordenó abrir la boca, sujetándola con nervio la mandíbula, y abandonando la marca de la inclemencia de sus dedos en la piel. Con la de él hecha agua, vertió en ella la secreción húmeda que con urgencia expelían sus glándulas. El enorme coágulo de saliva cayó en el interior, lánguidamente, abatiendo la lengua de Agnieszka en latigazos de placer, esparciéndose con lentitud por el apéndice, resbalando hasta la garganta, y licuándose sugestivo con el propio néctar salivar de ella hasta formar una única masa informe y tibia. Con ganas -y novicia afición- ella relamió las gotas del forastero jugo bucal derramado por los dientes, por los labios, por las comisuras…

Esporádicamente comparecían en su memoria los sápidos instantes en que, espoleada por una sensación desconocida para ella, -una excitación ardiente e inquieta-, se había sorprendido abriendo voluntariamente sus piernas al hacer de los dedos autoritarios y sublevados de aquel hombre. Exorcizando el dolor con conjuros e invocaciones que proponían un placer sempiterno lactado por el deseo más primitivo.
Así era él; Primitivo. Devastador. Fiero. Despiadado. Un vándalo de su cuerpo.
Divagaba como una demente por encima de esos recuerdos aún cercanos, y se compungía -con asomo de rabia- ante la invitación abierta que a aquel hombre le habían ofrecido sus piernas, y la inédita humedad alojada entre ellas, a la que él la había convidado a saborear lamiendo minuciosamente cada falange que formaba sus dedos, hasta adecentarlos de aquel licor genital emanado de su placer.  

Mientras limpiaba con la lengua los dedos de su sayón, y probaba su propio sabor, el gusto sazonado que poseía su deseo, los negrísimos ojos de él recorrían la aplicada expresión del rostro de Agnieszka con la intensidad del enfoque descriptivo y exacto que proporcionan los parpados a medio cerrar. Estaban allí, estrechamente juntos, detenidos, uno frente al otro, en la media oscuridad que sudaba la vieja lámpara y que apenas servía para definir el contorno de sus rostros, en un acto recíproco de complacencia mutua.  

La despertó de su instantáneo ensueño la insólita molestia que protagonizaban sus nalgas, se giró, y el espejo la mostró el relieve finito de unas marcas encarnadas carmesí, y continuó dando alas a sus recuerdos…


 Continuará...