viernes, 29 de marzo de 2013

La Concubina del Diablo (II)





Un torrente color escarlata tiñó las mejillas de Agnieszka cuando percibió su presencia detrás de ella. El calor subió por su rostro con el mismo fervor que lo hace una intrépida lengua de fuego azuzada por el soplo rabioso de un viento procedente del norte.
Con un esfuerzo reflexivo tuvo que calmar su respiración. Apaciguar -en la inutilidad torpe del intento- unos nervios que la consumían por dentro. Debía controlar la presteza de su pulso si quería evitar que su cuerpo delatara el miedo que arremetía contra ella. Estaba asustada. Terriblemente asustada y, desde luego, él no era indiferente a esa emoción, la distinguía claramente como un hueso expuesto en una radiografía. La olía como lo hace un perro de caza.
Dispuesto a llevar aquella sensación al límite, comprendía que el miedo la acercaba a él, como el único ser con potestad para liberarla del mismo.
Su carcelero era a la vez su salvador. El malo y el bueno.

Ella podía sentir el aliento sobre su nuca. Frío, ligero.
Se preguntaba -en el escaso uso de la razón que aún no devoraba el miedo- porqué todo en él era gélido, blanco, afilado. La mirada, la piel, los rasgos…
Podía sentir las ganas desmedidas que la tenía agazapadas sobre el relieve fronterizo de la piel con la carne. Con cada inhalación y exhalación de su pecho parecía querer hacerla suya. La hacía suya, así. De esa manera. Por el momento.
Aspiraba a voluntad el suave aroma a lilas que desprendía su epidermis, y dejaba escapar leves espiraciones embadurnadas de un deseo poco común, que empalagaban más aún el aire viscoso del lugar.

Agnieszka apenas se atrevía a proferir movimiento o articular palabra. Con el temor implementado en los huesos y la idea en la cabeza de que cualquier gesto, por imperceptivo que pareciera, lo impulsara a lanzarse sobre ella, a devorarla, a despedazarla, a arrastrarla con él a quién sabe qué oscuro lugar.
Le temblaban las piernas, las manos. Los pulmones no le daban abasto aunque lo disimulaba torpemente.

En los últimos minutos la habitación se había llenado de un silencio artificial que la rompía los tímpanos. Solo el sonido precipitado de su corazón la llevó a deducir que aquello no era un mal sueño, o el esbozo de una dramática escena de un lienzo con tintes de pesadilla. El sentido acentuado de un delirio de pintor. Giró ligeramente la cabeza cuando la mano de él apartó su melena del hombro, dejando al descubierto la hermosura de su cuello.
No estaba dispuesta a que sus labios rompieran la extrema mudez solicitando una súplica que no iba a ser escuchada, menos aún, atendida. Tampoco estaba segura de querer hacerlo, y el instinto para huir parecía dormitar en algún recóndito rincón entre el temor, la expectación, y el deseo.

La susurró algo al oído que la hizo estremecer.
Una maldición, una bendición, un secreto, un conjuro…
Algo que jamás había oído. Algo que la ruborizó. Algo que sus labios no pudieron repetir.
Bajó la cabeza para esconder la vergüenza. Él la dejó así, con la mirada reposada en el suelo. Solemne. Humilde. Tímida. Quiso pensar que sumisa ante él.
Cató lo sublime de aquella sensación.

Se disponía a dejar la huella de sus dientes sobre el vértice del ángulo recto que comunicaba el cuello con el hombro y a dar comienzo a su protocolar rito –santificado por sus propias manos-, cuando la inoportunidad tomó forma a través de unos tímidos golpes en la puerta.
           
            -Señor, se le requiere en la sala.- sonó una voz danzarina al otro lado.

Él no pareció inmutarse. No lo hizo. Hacía de la templanza una extraordinaria virtud cuando algo no captaba su interés o cuando tenía mejores cosas con las que matar el tiempo. Distraerse al fin y al cabo.
Apología de indiferencia.
Con un elogio al desafecto de aquel requerimiento inmediato que se hacía de su persona, recorría con el índice el trazo que dibujaba la unión de los dos puntos con la mira de afinar la puntería -sobradamente contrastada-.  El lugar exacto donde el dolor de la mordedura fuera más intenso.
Le gustaba dilatar la incertidumbre, hacer crecer la inquietud en ella.

            -Señor... - insistió la voz.
            -Dije que no quería ser molestado.- afirmó con desdén mientras seguía repasando la zona con el dedo.
            -Es importante…

Si bien con pereza ante ese impertinente reclamo, levantó la mirada del cuerpo de Agnieszka, y la frialdad de sus dedos abandonaron precipitadamente el inquietante escrutinio que había emprendido minutos antes. Enfiló la brusquedad de sus pasos dispuesto a cortar el pescuezo -si hubiera contado con una daga- de aquél que había tenido la imprudencia de interrumpir la exquisitez del momento, y con un gesto hosco abrió la puerta. Un jovenzuelo, de no más edad de la que tenía ella, se erigía tembloroso frente al que era con todos los derechos, su Señor.
            -Es… es importante… - repitió el joven con la voz entrecortada.
            -Más te vale que lo sea.- aseveró ese hombre de extraños rasgos.

Los ojos del muchacho repararon casi sin darse cuenta en la figura de Agnieszka. Se ruborizó contemplando furtivamente la belleza de la que gozaba aquella desconocida. Esbelta, grácil, de rasgos seráficos, con las formas suaves y etéreas de una valkiria dispuesta a servir a su Odín, con ese sonrojo trascendental que parecían compartir en el capricho del momento.  
           
            -Nadie te ha dado permiso para que la mires.- tronó mordaz el Señor.- Ella es mía.
            -Lo siento… lo siento.- balbuceó avergonzado el joven, que apartó apresuradamente la mirada de ella.

El Señor se giró hacia el lugar donde se encontraba, inmóvil como una estatua de sal, Agnieszka. Su expresión entre severa e irónica blandió una sonrisa que lejos de tranquilizarla, la exasperó más aún.
            -Después volveré para terminar lo que tenemos pendiente.- la dijo con voz sentenciadora.

Ella cerró los ojos y se estremeció.

Tomó de nuevo conciencia cuando la enorme puerta de madera reproducía el sonido de una llave introduciéndose en la cerradura. Las cuatro vueltas que proporcionó el Señor para candarla, convertían de pronto aquella habitación en una celda informal. Una jaula de oro se cernía sobre ella tomando forma entre aquellos cuatro muros, aferrando su albedrío, atrapando su libertad.
Si es que algún resquicio de ella aún tenía.

Corrió hasta la puerta con una súplica en la garganta.

            -¡No me encierre, Señor!, por favor… ¡No me encierre! ¡No me deje aquí!  ¡Déjeme ir! Por favor… por favor…

El aire espeso del lugar se llevó sus ruegos, mientras golpeaba la puerta hasta hacer sangrar sus nudillos.


Continuará...

martes, 26 de marzo de 2013

La Concubina del Diablo (I)




           
        -¿Intentará seducirme o será una violación?- preguntó simulando una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir.
             -No es pecado ni supone ofensa o ultraje hacer uso de lo que se ha comprado, de lo que a uno le pertenece.

La contundente respuesta silbó densa en el hermetismo del dormitorio. Cada sílaba que formaba el mensaje se relamía con un agrado sublime, se masticaba dentro de la boca con un regodeo atestado de soberbia y arrogancia. Sabor a sadismo, quizá. Saña ceñida entre las sedas de un traje sastre de hechura refinada, tal vez. Pronunciadas de aquella elemental manera sólo por quien se sabe exponente del poder absoluto entre las manos, y con la sutil certeza que concede el hacer valer todos los derechos que se poseen -de iure- sobre algo o sobre alguien.

Detrás de aquella mirada glacial latía el peligro con una armonía melódica imperturbable, al son de un réquiem en Re menor de Mozart, o en Do menor de Haydn, con esa intimidación, por otro lado, que consiente el silencio después de proferir una amenaza.
El fatal fallo del juicio. El ineludible acatamiento de la sentencia.

Bajo la palidez extrema, -transparente, casi de aspecto fantasmal-, de la piel de aquel extraño hombre, -joven, pero de edad indescifrable-, que acababa de comprarla miserablemente por unos cuantos siclos de plata en una subasta de esclavos, reptaba una criatura primitiva que esperaba el momento exacto del ataque.
Un viejo zorro dispuesto a enseñar su mejor truco.

Él ya se encontraba lo suficientemente cerca como para que ella se viera forzada a contener la respiración. Se había acomodado a conveniencia frente a ella, asegurándose de quebrantar ese hipotético cerco que concede a una persona una mínima posición de seguridad frente a otra, para saborear la acidez que el miedo supuraba por cada pequeño segmento de su piel. Aquella desagradable emoción se dilataba con una soltura devastadora entre las venas. Fluía con intromisión por ellas, macerando una angustia que consumía cualquier molécula de oxígeno.
El sudor -espía y chivato- perlaba con suavidad la frente, las manos, con el mismo brillo tibio que desprende una piedra preciosa expuesta a los rayos de sol.
Le excitaba el miedo que ella sentía. Era delicioso. Manejarlo con la precisión que requería, pura maestría.

Agnieszka escudriñaba por debajo del abanico taheño que formaban sus decenas de largas pestañas, aquel rostro vacío de expresión, vano de mueca o gesto interpretativo certero.
La astuta indiferencia que exhibía aquel extraño la perturbaba arañando una incertidumbre que crecía como una hierba venenosa en medio de un campo abonado.
Observaba, -con algo parecido a la curiosidad-, aquellos ojos ladinos, extraordinariamente negros, privados de iris, huérfanos de brillo, con encanto de abismo, y profundidad de vértigo. Tan extraños. Tan recónditos. Tan distantes.
Tan inhumanamente perfectos.
Un rostro hermoso de manera extravagante, con la dotada belleza que atribuye la porcelana.
Y él (aún sin nombre que ella pudiera pronunciar) advertía, sumergido en la mantecosa luz que proyectaba una pequeña lamparilla de aceite colocada en alguna recóndita esquina de la estancia, como la prolongación de ese ceñido corpiño en aquel cuerpecito -con edad suficiente para pecar- lo impacientaba, como agitaba su interior, como sacudía su naturaleza en negras oleadas de deseo.

Alzó su brazo hacia la figura trémula de ella.
Los dedos, finos y elegantes, pero fríos como un iceberg, comenzaron a deslizarse con determinación sobre la línea de su garganta. Con la mirada fija en ella, seguían comedidamente -rayando una insultante urbanidad- la delicia de su borde con un rigor preciso. Escrupuloso roce de satén.
La agilidad del palpitar azotaba la piel de forma acompasada y regia.
Con el invierno en sus manos, continuó su paso descendiendo libertinamente hasta el pecho de Agnieszka con un tacto semejante al movimiento de una araña tejiendo aplicadamente su tela. Astuto. Cauteloso. Diestro.
Uno de sus dedos prolongó la caricia hasta el nacimiento de los senos.
             -Este lugar… es mío… me pertenece.- afirmó fijando en sus ojos la oscuridad dilatada de sus pupilas.
Ella le dio una bofetada. Fue un acto impetuoso, regido por el impulso, sustentado por el agravio (a su virtud). Ese atrevimiento la exasperaba.
Mantuvo su mirada en la de él, temblorosa, vibrante, mientras él llevaba la mano hasta su mandíbula, y acariciaba su borde suavemente, atenuando con el roce el escozor del golpe. Los músculos de su cara se tensaron como las delicadas cuerdas de un violín recién afinado.
            -Yo no tengo dueño.- se atrevió a decirle.
Intentó dar un cauteloso paso hacia atrás.
En ese momento sólo deseaba que él no se moviera.

Él imaginó con perfección y claridad gráfica -mientras contemplaba con resuelta admiración el verde ambarino de sus ojos rasgados-  como le devolvía la bofetada a ella, como la palma de su mano golpeaba la tersura incandescente de su mejilla, y sus labios se alinearon formando una sonrisa maliciosa cuando el previo de la perversa imagen acudió a su cabeza.
            -Ya veremos si afirmas eso mismo después de esta noche.- dijo simplemente él.

La extraña sonrisa que compusieron sus labios al pasar junto a ella le produjo un escalofrío.



Continuará...