viernes, 26 de abril de 2013

La Concubina del Diablo (VI)





Lejos de una inercia indolente, los dedos intuían en su piel la prolongación de un deseo que amenazaba con tomar (serias) cartas en el asunto. Las respiraciones de ambos -con incipiente presteza- conjugadas a un son unísono e inequívoco, era lo único con facultad propia para transgredir el tenso silencio que envolvía aquel ambiente enrarecido.
Cualquier palabra hubiera supuesto, sin más, una injuria a la confidencia. Una falta de respeto al momento.
Ella inspiró; deseo, instinto, impulso, animal, pecado: ÉL. Sólo ÉL.
Él hacía verdaderos esfuerzos, conscientes, por no traspasar esa barrera racional -o irracional- que lo convertiría en una Bestia únicamente contemplativa de una humanidad irrisoria -casi ridícula-. En una fiera al olor de la sangre. Su dulce sangre.
Un Addanc, un Basilisco, un Cíclope exudando obscenidad.
Ni la más bella melodía lograría amansarlo. Apaciguar el deseo que lo sacudía. Ni la sinfonía compuesta con los acordes más armónicos conseguiría satisfacer la necesidad de la lujuriosa bestia que habitaba en él, y que ella despertaba.
A gritos.
Simple supervivencia de su naturaleza, comprendió.

El cabello de Agnieszka era largo, suave, estaba enmarañado de forma salvaje. Una efusión de llamas infinitas de un color impreciso entre rojo y ámbar, que le cubría los hombros como un bello sudario. La piel de su espalda se descubría suave y lisa tras la espesa melena. Él percibía la tensión de sus músculos bajo la ductilidad sensibilizada de los dedos que los recorrían.
Pensó. Imaginó.
Garabatearía sobre ella -a modo de antiguo papel de pergamino- versos profundos y profanos, corrompidos por pecados que la induciría a cometer. Escribiría el principio de frases que sólo tendría derecho a terminar él, abandonando en su carne estigmas refrendados por su propio dolor, pero con causa en él.
Revalidado bajo la autoridad de sus manos.

La respiración de Agnieszka se volvió temblorosa.
            -¿Te doy miedo?- la preguntó con una media sonrisa en los labios.
Él deslizó al suelo el paño que la envolvía, dejándola completamente desnuda delante de él, y adoptó un ademán con visos lobunos que la aterró.
            -Señor… -alcanzó a decir únicamente ella, con la voz interrumpida.
De nuevo, la revisó de arriba abajo. Esta vez más lascivo, más deshonesto, más carnal. Le gustaba escanearla con la resonancia intemperante de sus ojos.

De soslayo, Agnieszka no pudo evitar mirar a la puerta por encima del hombro de él. Recordaba que no había echado la llave al entrar.
Nacía una pequeña esperanza. Su esperanza.
            -Ni lo pienses.- dijo él, leyendo en sus ojos la intención.
Pero ella sí lo pensó. Especuló con la idea, que se arrastró fugaz por su cabeza. Su mente la acarició con benignidad tibia.
En aquel momento salió corriendo hacia su Liberación, sin tener en cuenta las consecuencias.
Justo cuando logró abrir la puerta, la enorme mano de aquel hombre la cerró de golpe por encima de su cabeza. Se sobresaltó.
El brusco impacto contra el marco de madera retumbó en las paredes. Sintió vibrar el suelo debajo de ella. Su tentativa había resultado fallida.
Estaba atrapa. Tembló.
Su única oportunidad para escapar de aquel siniestro hombre fallecía agonizante entre sus manos.


Agnieszka se fundió con la puerta, apreciando al corazón latir fuertemente en la estrechez de la garganta. La dolía como si un punzón al rojo vivo le rasgara la yugular. Las manos abiertas apoyaban las palmas contra la madera, en lo más similar al concepto de Entrega que podía ofrecer. Buscaba quizá con el gesto una absolución a su falta. Piedad.
Temió no encontrarla en él.

Permaneció inmóvil, sin tratar de huir de nuevo, sin forcejear. Él hizo un alto, allí. Estaba justo detrás de ella.
Durante un largo instante, no sucedió nada.
Notó entonces como las manos de él cubrían las suyas sobre la cabeza, sus ágiles dedos se separaban a medida que los deslizaba entre los de ella. Fríos, como siempre. Impávidos al calor de los suyos.
           
            - ¿Pensaste que lo conseguirías?- la dijo con burla.
A pesar de la consabida advertencia, Agnieszka no concedió respuesta a su pregunta.
Él apretó su cuerpo contra la puerta.
Se oyó un suspiro estrangulado seguido de un sollozo, y un flujo creciente de lágrimas veló la verde mirada de Agnieszka. El salitre le quemaba los ojos como si la rabia de dos llamas danzara en el interior de su iris.
            -Te compré.- prosiguió él con su peregrinación de afirmaciones caústicas.- Eso hace que seas mía.
La estrechó de nuevo contra la puerta y él. Apenas podía respirar. Notaba sobre la piel el roce de la fina tela del traje que llevaba puesto su carcelero. Suave y cálida. Refinada como lo era él. Fue consciente de su desnudez.
            -Me perteneces.- la susurró al oído con lascivia.
Su tono de voz sonaba suave, muy suave. Demasiado, e infinitamente sombrío, oscuro.
Acercó su nariz a su cabello. Inspiró fuerte su olor. Agnieszka apretó los párpados. Percibió como el enorme cuerpo de ese ser atípico cubría totalmente el de ella.
            - Eres un instrumento de mi voluntad y por eso, sólo respirarás el aire que yo te dé. Cuando yo decida que has de respirarlo. Yo soy tu Amo, yo soy tu Dueño, yo soy tu Señor, y tú eres mi esclava. ¿Lo has entendido, mi preciosa doncella?
De nuevo, aquel hombre apretó su cuerpo contra el de Agnieszka.
Ella no contestó. Impresionada, no lograba articular palabra. Se agarrotaba en la lengua.
            -¡¿Lo has entendido?!- la repitió menos dulce.
No había trecho entre ellos que los separara. Ni el más mínimo surco. No había milímetros entre los cuerpos por los que el aire circulara. La unión simbiótica se constataba por medio de la unión de sus pieles.

Meneó la cabeza en ademán de afirmación. Varias veces.
Una de las manos de él aferró con fuerza su pelo y tiró hacia atrás con brusquedad, provocando un arqueo involuntario de la cabeza de Agnieszka.
            -Quiero que me lo digas con palabras.- musitó a ras de su boca.- ¡¿Lo has entendido?!- redundó en la pregunta.
Tiró aún más de su cabello. Agnieszka se volvió ligeramente hacia él, contemplando expectante aquellos labios finos y violáceos que emitían autoridad, que pronunciaban dominio.
Él codiciaba que ella se quejara de impotencia. Que gimoteara de miedo. Que llorara de rabia mientras él enjugaba sus lágrimas a base de lametones precisos sobre sus mejillas sonrojadas. Le extasiaba tanta inocencia. Esos ojos entrecerrados, esos labios de puritana doncella, ese sobrecogimiento hacían que su sangre hirviese aún más. Se moría por desvirgar aquella sonrisa virginal. Por convertirse en el profanador de su Santa ingenuidad.
Tan inocente y tan desafiante como se mostraba ante él.
            -Sí.- contestó ella.- Lo he entendido.
            -¡Eso no me vale! ¡Muéstrale el debido respeto a tu Señor!
Agnieszka lloraba como una niña pequeña. Compungida. Le dolía horriblemente el cuello, y la voz emergía estrangulada de sus cuerdas vocales.
            - Sí, Mi Señor. Lo he entendido.
Dio un tirón hacia atrás, separando un poco el cuerpo de Agnieszka de la puerta. La presión sobre el pecho cedió. Con la otra mano la abrió bruscamente las piernas, mientras que con ojos maliciosos observaba, entretenido, como se descomponía aquel mohín casto y virtuoso que iluminaba su rostro.  
Sin más cortesía que un leve empujón que la exigió arquear el cuerpo, -exponiéndole aún más a su capricho-, la inspeccionó sin trato elegido, ni privilegiado, introduciendo un par de dedos en ella, con la miserable advertencia que presumía la rudeza de la acción. Hurgaba en su sexo como si le perteneciera, arañándolo. Agnieszka mordió el dolor que le causó aquel envite inesperado entre los dientes, apretándolos con fuerza. Rechinaban en silencio. Pero él deseaba oír su suplicio, ambicionaba más que nada escuchar su molestia. Movía los índices en su interior sin condescendencia, de forma animal, mientras ella sofocaba débilmente los gritos entre los labios.
Él clavó sus ojos en los de ella. Así no le gustaba. No le satisfacía adecuadamente.
Entonces se propuso hacer cristalizar su protesta.



Continuará...






jueves, 18 de abril de 2013

La Concubina del Diablo (V).



Agnieszka suspiró azorada y se giró, dándole la espalda.
Aunque sólo fuera por los insignificantes segmentos fraccionados de unos cuantos segundos, deseaba perder de vista -velar la imagen en su mente- de aquellos inquietantes ojos que conseguían suspender cada uno de los impulsos eléctricos que ordenaba su cerebro,  paralizando los músculos, logrando detener el ritmo de su respiración en un único resuello ronco. Armónico combinado de inquietud y miedo.
Comenzó a desabrocharse el corpiño, desgastado por la pobreza, carcomido por otras necesidades más importantes a suplir; el hambre. Las manos volvían a temblarle, parecía que el latido del corazón hubiera descendido hasta las yemas de sus dedos. Palpitaban pávidas. Muy a duras penas atinaba a soltarse los diminutos corchetes, colocados linealmente en una cantidad que se le antojó insuficiente, aunque el número superaba la treintena. No quería alcanzar a desasir el último de ellos por las consecuencias; vergüenza, pudor, temor, provocación. Dilató la tarea, y prorrogó el instante para evadir el indecoroso momento.
Faena absurda, como lo serían tantas otras que se le pasaron por la cabeza.
Tenía ganas de gritar, acaso de arañarle, de salir corriendo, pero no sería muy lejos el lugar donde llegase, sus pies estaban desnudos, y las fuerzas la habían mermado por la falta de ingesta de alimento en esos días de tortuosa clausura.
La impotencia la consumía en el interior de aquella situación.
Aquellas circunstancias la malgastaban…

Pensó -con un alivio fugaz- que no tenía por qué quedarse completamente desnuda ante él, no tenía por qué quitarse toda la ropa. Permanecería con la camiseta interior y la enagua.
Aún de espaldas a la intimidación que le provocaba el atrevimiento desmedido de aquel hombre, se introdujo en la tinaja.

Ahogó un grito en la garganta cuando la mano de él la asió con rudeza por el brazo, levantándola en vilo apenas sin manifestar esfuerzo. Parte del agua de la tinaja se vertió fuera por la fuerza del envite. La tensión que se generó en el brazo de él tensó la fina tela de su camisa negra. La violencia que le infligió a la acción la sobrecogió el corazón. La impresionó. La emocionó. Volvió la cabeza para quejarse, le arrancaría los ojos, le abofetearía nuevamente, pero su boca deshizo las palabras entre la pastosidad de la lengua al percibir la severa mirada que la dispensaba él.
Agnieszka se estremeció ante sus turbulentos ojos.

Antes de que pudiera darse cuenta, antes siquiera de poder detenerlo, de contener su intención, con suma destreza en los dedos, le había quitado la camiseta interior. Avergonzada, se cubrió rápidamente los pechos, impasse que él aprovechó para arrancarla de un tirón la apolillada enagua que se encargaba de cubrir sus muslos. Agnieszka sintió un rápido calor asentarse en sus mejillas. Ascendía por su rostro como una pequeña marea incandescente.
La piel le ardía. Era la primera vez en su vida que aquel hombre (un hombre) la veía desnuda.
Estaba completamente ruborizada cuando aquella Bestia terminó de desvestirla.
Jamás había sentido tanta vergüenza.
Le faltaban manos para taparse, y descubrió -para sorpresa suya- que ganas para salir huyendo.

Él dejó caer la enagua mojada en el suelo.
            -Báñate como es debido. Sin trampas.- sentenció rotundo.
Con un nuevo envite la sumergió en la tibieza del agua hasta que la cubrió casi por completo. Le rilaban las piernas. El corazón le procuraba pequeños pellizcos que ahogaban los reproches que se la ocurría hacerle; Él no tenía derecho… no debía… El brazo la dolía del brutal tirón.
El rictus de él se mantenía mediante una línea grave en su rostro, afectado por la dureza que había utilizado en el momento, mientras ella se masajeaba suavemente el brazo.
Agnieszka tomó en las manos el jabón y la esponja, y se aseó el cuerpo entre la afluencia de  lágrimas que comenzaban a cubrir su rostro con una hermosa pátina brillante con sabor salado.
Anacoreta de su angustia.
Parco en empatía.
Ante la mirada disciplinante de él, lo único que podía hacer, -y que realmente la apetecía- era llorar. 

En instantes intercalados, interludios de expectación, Agnieszka le lanzaba miradas furtivas con los ojos acuosos y henchidos de un rubor incapaz de desterrar a otras tierras, a otros ojos. Durante todo el tiempo que la observó, en la palidez anémica del rostro de aquel hombre había una expresión indescifrable. Una amalgama de líneas en clave que ella no pudo interpretar.  

Miró hacia el lugar donde estaba apoyado el paño con el que secarse.
Demasiado lejos para alcanzarlo.
Él, intuyendo su intención, advirtió con presteza astuta la oportunidad, se levantó, impasible, sereno… Era tan presuntuoso.
Nada parecía interrumpir su frialdad. Arañarla aunque sólo fuera.  
Cogió el paño, lo estiró por delante de él, y lo sujetó por ambas puntas, esperando a que Agnieszka saliera de la tina, y fuera en su busca.
            -Acércate.- le solicitó él al ver que dudaba.
            -Por favor… - sollozó ella.
            -Agnieszka, acércate.- volvió a demandarla tajante.
Al tono imperativo de su voz salió de la tinaja con cuidado. Difícilmente podía concederle firmeza a sus pasos. La costaba andar. La costaba sostenerse, simplemente. El suelo parecía balancearse bajo la planta desabrigada de sus pies. La amedrentaba el exhibicionismo gratuito e ingrato al que ese hombre la sometía sin más justificación que un mercantilismo de su pudor.
Le gustaba mercadear con las sensaciones, -sobre todo, con las suyas-. Comercializar los efectos de sus antojos.
Disfrutaba con ello.

Agnieszka no lograba adivinar lo que podía estar pasando por su cabeza mientras ella andaba la senda imaginaría que la acercaba hasta donde él la esperaba. En su avance, los ojos de aquel inquietante hombre recorrieron toda la bella expuesta de ella. El Nacimiento de una Diosa del Amor, de carne y hueso, -para un uso mundano, terrenal-, más hermosa que la Venus de Botticelli. Sopesaba quizá, si dar continuidad al juego -y esperar- o al deseo -y poseerla bajo el instinto salvaje de un animal; el suyo-. Cuando le alcanzó, intuitivamente se puso de espaldas a él, y esperó, en un punto inconcreto entre la desconfiada y la expectación, la siguiente acción de él.

La envolvió lentamente con el enorme paño, cubriendo cada centímetro de su sonrojada desnudez con la delicada tela, y secó la humedad que amparaba su piel con sumo cuidado, con máximo esmero en cada fricción, en cada roce, demorándose más tiempo del estricto, del necesario.
Por simple capricho la hizo girarse para verla el rostro. Para admirarlo en silencio. Para ilustrar su tono carmesí de nuevo.
Había decidido esperar.

Cuando Agnieszka levantó la cara, ese hombre de mirada imperturbable tenía la negrura de las pupilas clavadas con fijeza en ella, traspasándola, desnudando su alma, y su expresión había dejado de ser indescifrable. Incorruptible a ella. Insobornable a su desnudez. Sus ojos estaban inflamados de un deseo licencioso, de una avaricia carnal que sonrojaba más aún si cabía a Agnieszka, que tan cerca como estaba de él, había creído reconocer una mirada ardiente, férvida, -calor al borde del estado febril- y lo que veía en esos ojos zainos no era, ni mucho menos en esos momentos, indiferencia.


Continuará...






lunes, 8 de abril de 2013

La Concubina del Diablo (IV).




En el silencio ronco de la noche los pasos se oían desde la distancia con un repiqueteo amenazador.
El aire traía el eco que la suela de sus botas hacía al golpear contra el suelo. Eran zancadas enérgicas,  impetuosas. Exigiendo el trozo de suelo que pisaban. El sonido se hizo cada vez más cercano. Aproximaban un mal inevitable, incurable. Entonces supo que era él, y que se dirigía a aquella habitación.
Un escalofrío se apoderó de su angustia.
La espera había terminado.

De pie, en mitad de la estancia, miraba expectante hacia la puerta. Preparándose para él. Pero muy lejos de ser la abnegada Penélope que Ulises esperaría, lo único que había tejido Agnieszka en esos aciagos días de ausencia era un largo manto de miedo y recelo que no había podido deshacer y que le resbalaba por el cuerpo.

Los pasos cesaron. La puerta se abrió con las acertadas vueltas de la llave en la cerradura, y de las sombras del otro lado emergió la aviesa silueta de él.
Regio. Imponente. Turbador.
La peculiaridad de sus rasgos parecía haberse acentuado durante esos días en que Agnieszka no lo había visto. Vestido elegantemente de negro, la oscuridad mate de sus ojos había adquirido un destello endiablado que subrayaba su profundidad en contraste con la palidez de la piel. Recordaba su oscuridad pero no el vértigo que la provocaban. La perturbaban sin perdón al qué encomendarse. Hipnotizaban como los de una serpiente. Singular belleza que comenzaba a arrebatarle el sentido.

Cerró la puerta tras de sí.
Agnieszka tembló al comprobar que aquella acción significaba quedarse a solas con él.
La extraña mirada de aquel hombre inspeccionaba en dirección descendente y con detalle -de arriba abajo- la frágil figura de ella. Atendiendo a cada curva, a cada línea que daba forma a su estrecho cuerpo. Cada concavidad, cada convexidad era sutilmente inspeccionada bajo el ojo más censor; el suyo. Sus pupilas no pasaron por alto lo harapiento de su vestimenta. Un vestido roído que ni tan siquiera ocultaba los tobillos, dejaba ver sus pies descalzos. Hermosos. Tenía una larga melena desaliñada de principio a fin (una desvergüenza para la rectitud monacal de la época), que enmarcaba unos rasgos de gata salvaje que no pasaban inadvertidos.
A pesar de su descuidada imagen de fierecilla por domar se veía extraordinaria. Exquisita.
La hubiera hecho suya allí mismo. Sin contemplaciones en las que reparar o atender. La hubiera sumido en la oscuridad perversa de su mundo. La hubiera arrancado lo poco que le quedaba de su vestido aún sin roer, y la hubiera hecho repetir su nombre suplicándole placeres mundanos mientras tomaba su cuerpo contra la pared.
La hubiera escandalizado. Pervertido, simplemente.
Sin embargo, tenía que esperar a concederse tal capricho.
Le gustaba jugar. Disfrutaba con el camino tanto o más que lo hacía con la llegada a la meta.
Una apetitosa comida no se debe empezar nunca por el postre.
           
            -¿No vas a saludarme?- la preguntó con sospechosa calma.
Agnieszka ignoraba si aquella interrogación había sonado a saludo o a amenaza, y mantuvo silencio durante unos instantes que se prolongaron más de lo que deberían.
            -No debes dejar ninguna pregunta de las que te haga sin respuesta, Agnieszka. No es aconsejable hacerlo.
Su tono de voz tañía tranquilo y ritualista.
            -Pero tendré paciencia contigo.- señaló.-Necesitas darte un baño.- dijo cambiando de tema.
Avanzó metódico hacia ella, que retrocedió un par de pasos cuando le vio aproximarse.
            -¿Quieres darte un baño?
Ella nada más le miraba.
            -¿Qué te acabo de decir sobre dejar mis preguntas sin responder?- la repitió.
            -Sí, quiero darme un baño.- contestó finalmente irritada.
            -Esas no son maneras. Tal vez si me lo pides con buenos modales en lugar de exigirlo podría pensármelo.- dijo con una incipiente burla en la boca.

Agnieszka permaneció inmóvil, paralizada. Precisamente Él hablaba de buenos de modales.
Apretó los labios.
            -¿Podría darme un baño… por favor?
            -Te falta algo muy importante en esa petición si quieres que sea considerada.
Lo miró confusa, pero sabía que era lo que solicitaba.
Respiró profundamente.
            -¿Podría darme un baño… por favor, Señor?
            -Eso está mejor. Mucho mejor. No me equivocaba. Sabía que podías ser razonable con la persuasión adecuada.
Ella tragó en seco y esperó unos instantes.
            -¿Y bien?- preguntó.
            -Tendrás tu baño… Te concederé tu deseo, y tu apremiante necesidad.- dijo, observando de nuevo los andrajos que envolvían su cuerpo.
Ella se miró la ropa, abochornada.

Aquel hombre se marchó, cerrando nuevamente la puerta con llave.
Habría de pasar más de una hora hasta que regresara con una enorme tinaja redonda. El agua estaba preparada, y como agregado, traía consigo un vestido en tonos esmeralda.  Lo apoyó sobre la cama permitiendo apreciar su elegante elaboración. Agnieszka no pudo evitar mirarlo, y después la fue imposible dejar de admirarlo.
Era absolutamente precioso.
Tenía una larga falda de vuelo con un enorme cancán que ensalzaba aún más su refinada confección en raso. El corsé era extremadamente ceñido, se mantenía en perfecta rigidez gracias -y debido- a los duros huesos de ballena y alambres de acero que lo configuraban con excelente puntada. Se sospechaba un estilo burlesque en él, ornamentado -igual que la falda- con estilosas flores de color negro que recorrían la tela en sutiles vetas.
Ella sólo había visto este tipo de vestidos entre las mujeres de bien de las clases altas de la sociedad. En la flor y nata de las casas. En lo escogido  de las raleas, no en las hampas de los clanes.
Típico del sur esclavista de los Estados Unidos.
Entre la maldición de los pobres se encontraba la de no alcanzar nunca a comprar uno de ellos. Cuestión de clase, que no de falta de ella.
Le agradeció el detalle en silencio.
            -Después del baño te lo pondrás para mí.- aseveró él cuando observó que ella no dejaba de mirarlo.

Agnieszka esperó paciente a que aquel hombre saliera de la habitación, sin embargo, no tenía intenciones de marcharse. Con una imperturbabilidad de galardón se sentó cómodamente en uno de los sillones victorianos que poseía la estancia, frente a la tina de agua, y se recostó contra el respaldo.
Una pierna sobre la otra.  Aplomo. Indolencia. Impavidez.
Insolente.

            -¿No va a salir?- preguntó Agnieszka.
            -No.- respondió él con descaro.
            -Salga de aquí mientras me baño, por favor. Sólo tardaré unos minutos.
Él meneó lentamente la cabeza, blandiendo una sonrisa entre descocada y enloquecedora.
            -No me bañaré entonces.
            -Sí lo harás, y yo veré como lo haces.- dijo él con satisfacción perversa.
            -No voy a bañarme en su presencia.
            -Eres demasiado obstinada, Agnieszka. Tu tozudez te va a traer problemas. Aunque no es una cualidad que me preocupe en exceso. Ya me encargaré en otro momento de bajarte a mi manera esos humos que gastas.
Ella frunció el ceño.
            -Ahora… por favor.- enfatizó su petición levantando las manos.- Báñate en la tinaja, o te bañaré yo a la fuerza.
Ella lo miró vacilante.
            -Le encanta humillarme, ¿verdad?
            -Sí, debo admitir que sí. ¡Vamos!



Continuará...

lunes, 1 de abril de 2013

La Concubina del Diablo (III)





El silencio lo inundó todo.
Ahogó su voz, su rabia. Anegó su desconsuelo, su llanto, pero no pudo arrastrar con él su miedo. El temor no se fue. No quiso abandonarla.

No sabía con exactitud cuántos días habían transcurrido desde que estaba allí encerrada. Si uno o diez. Quizá más, quizá menos. El tiempo parecía burlarse de ella encerrada entre esas cuatro paredes. Su relatividad se volvía una necedad infame cuando apenas se veía la luz del sol, y la actividad diaria se reducía a dar cortos -y desesperados- paseos, desdibujando con la vista las austeras filigranas del embaldosado suelo de la habitación.  

Al otro lado de la puerta, un Can Cerbero sin rostro y sin voz, respiraba sigiloso, y guardaba con celo su preciada Puerta de Hades, asegurándose que los muertos no salieran de su morada, y que los vivos no pudieran entrar a importunar aquel lugar transformado en un espacio de sufrimiento y tormento eterno para ella.
Pensaba Agnieszka, en su candidez, que poniendo nombre poético al infierno y a su guardián, dotaba de un cierto romanticismo una calamidad sin solución inmediata.

Los cuencos de comida se acumulaban al lado de la puerta sin tocar. Incapaz de llevarse a la boca bocado alguno, la ausencia del Señor desde esa primera noche la corroía las tripas más de incertidumbre que de hambre. Aquel retraso -presumía- sólo haría acrecentar las ganas de él. Sus ansias hacia ella. Su ferocidad.
Lo temía. Vendría dispuesto a cobrarse lo que le correspondía por derecho, sumando indiscutiblemente el importe del retraso. Haría entonces acuse de recibo sobre su piel.
Cuando regresara de nuevo allí se encargaría de hacerla entender que el Diablo había tenido la mala suerte -para ella- de encontrarla.
La idea la atormentaba, la aterraba, la desesperaba.

Las horas llenas de silencio no se alejaban con el simple tarareo de canciones de la infancia, (nanas inaudibles a oídos sordos), ni se iban con el imponente sonido de su llanto ahogado. Contaba con la única compañía de la soledad en aquella especie de santuario sagrado -si bien macabro para Agnieszka- dedicado a una Venus sin identidad, a una Afrodita virgen, a una Diosa esclavizada. Los días transcurrían con una lentitud de saurio, insana para la mente y la incertidumbre, haciendo cábalas siniestras sobre lo que aquél hombre podría o no hacer con ella. Con la fragilidad de su cuerpo entre las manos, en la soledad de la habitación, en la intimidad que concedía la aislada alcoba.
Cuando nadie la oyera. Cuando nadie pudiera escuchar sus gritos. Cuando sus súplicas se perdieran en la inmensidad oscura de la noche. En medio de una nada desierta y autócrata, estaría a su merced. Cruelmente, a una involuntaria disposición.  

En vano desvanecía unos pensamientos que insistían en atormentarla cada minuto de los que pasaba en aquella habitación tan lúgubre como lo estaba su corazón. La extrema afonía del lugar lo convertía en algo muy similar a un sepulcro. Una sepultura con la misión de enterrar un cuerpo muerto sin alma. Una tumba en medio de un enorme cementerio en la que rezar y dejar flores al cadáver de una virgen, de una doncella sin desflorar, a otros efectos.
El mausoleo de una mártir.
No dudó que aquel hombre la haría ganarse ese puesto sin necesidad de lanzarla a los leones. En defensa de su propia causa, ajena a cualquier Cristo. Nada que tuviera que ver con un Salvador que no fuera él. Testimoniando su fe únicamente en el poder de sus manos sobre ella.
Lejos de ser Dios, se convertiría en el Redentor de sus faltas y pecados.

Recordaba la sonrisa que habían esbozado sus labios cuando, ganada por el impulso, le había propinado aquella violenta bofetada. Una mueca vagamente perceptible pero escalofriante, colmada de ironía o de amenaza, o de ambas. Sus ojos tallados en un declamatorio desafío.
Se lo haría pagar caro. Posiblemente en especie.

A partes iguales, Agnieszka acusaba un desprecio y sufría un incipiente a la par que curioso Síndrome de Estocolmo, -condenatorio fuera de aquel lugar-, acentuado seguramente por la presuntuosidad de la soledad, que la hacía desarrollar una extraña relación de complicidad subversiva con aquel desconocido que se había proclamado -con todas las distinciones- como su Dueño y Señor.
Un negociador de cuerpos. El embajador del suyo.
Imposible olvidar que la había adquirido como se adquiere un objeto de uso tópico, que era su propiedad carnal para bien o para mal, buscaba acaso encontrarle algún sentido a aquella total pérdida de control sobre su vida en esa sintomatología nueva que experimentaba.


Continuará...