Lejos
de una inercia indolente, los dedos intuían en su piel la prolongación de un
deseo que amenazaba con tomar (serias) cartas en el asunto. Las respiraciones de
ambos -con incipiente presteza- conjugadas a un son unísono e inequívoco, era
lo único con facultad propia para transgredir el tenso silencio que envolvía aquel
ambiente enrarecido.
Cualquier
palabra hubiera supuesto, sin más, una injuria a la confidencia. Una falta de
respeto al momento.
Ella
inspiró; deseo, instinto, impulso, animal, pecado: ÉL. Sólo ÉL.
Él
hacía verdaderos esfuerzos, conscientes, por no traspasar esa barrera racional -o
irracional- que lo convertiría en una Bestia únicamente contemplativa de una
humanidad irrisoria -casi ridícula-. En una fiera al olor de la sangre. Su
dulce sangre.
Un
Addanc, un Basilisco, un Cíclope exudando obscenidad.
Ni
la más bella melodía lograría amansarlo. Apaciguar el deseo que lo sacudía. Ni
la sinfonía compuesta con los acordes más armónicos conseguiría satisfacer la
necesidad de la lujuriosa bestia que habitaba en él, y que ella despertaba.
A
gritos.
Simple
supervivencia de su naturaleza, comprendió.
El
cabello de Agnieszka era largo, suave, estaba enmarañado de forma salvaje. Una
efusión de llamas infinitas de un color impreciso entre rojo y ámbar, que le
cubría los hombros como un bello sudario. La piel de su espalda se descubría
suave y lisa tras la espesa melena. Él percibía la tensión de sus músculos bajo
la ductilidad sensibilizada de los dedos que los recorrían.
Pensó.
Imaginó.
Garabatearía
sobre ella -a modo de antiguo papel de pergamino- versos profundos y profanos,
corrompidos por pecados que la induciría a cometer. Escribiría el principio de frases
que sólo tendría derecho a terminar él, abandonando en su carne estigmas
refrendados por su propio dolor, pero con causa en él.
Revalidado
bajo la autoridad de sus manos.
La
respiración de Agnieszka se volvió temblorosa.
-¿Te doy miedo?- la preguntó con una
media sonrisa en los labios.
Él
deslizó al suelo el paño que la envolvía, dejándola completamente desnuda
delante de él, y adoptó un ademán con visos lobunos que la aterró.
-Señor… -alcanzó a decir únicamente ella,
con la voz interrumpida.
De
nuevo, la revisó de arriba abajo. Esta vez más lascivo, más deshonesto, más
carnal. Le gustaba escanearla con la resonancia intemperante de sus ojos.
De
soslayo, Agnieszka no pudo evitar mirar a la puerta por encima del hombro de
él. Recordaba que no había echado la llave al entrar.
Nacía
una pequeña esperanza. Su esperanza.
-Ni lo pienses.- dijo él, leyendo en
sus ojos la intención.
Pero
ella sí lo pensó. Especuló con la idea, que se arrastró fugaz por su cabeza. Su
mente la acarició con benignidad tibia.
En
aquel momento salió corriendo hacia su Liberación, sin tener en cuenta las
consecuencias.
Justo
cuando logró abrir la puerta, la enorme mano de aquel hombre la cerró de golpe
por encima de su cabeza. Se sobresaltó.
El
brusco impacto contra el marco de madera retumbó en las paredes. Sintió vibrar
el suelo debajo de ella. Su tentativa había resultado fallida.
Estaba
atrapa. Tembló.
Su
única oportunidad para escapar de aquel siniestro hombre fallecía agonizante
entre sus manos.
Agnieszka
se fundió con la puerta, apreciando al corazón latir fuertemente en la estrechez
de la garganta. La dolía como si un punzón al rojo vivo le rasgara la yugular.
Las manos abiertas apoyaban las palmas contra la madera, en lo más similar al
concepto de Entrega que podía ofrecer. Buscaba quizá con el gesto una
absolución a su falta. Piedad.
Temió
no encontrarla en él.
Permaneció
inmóvil, sin tratar de huir de nuevo, sin forcejear. Él hizo un alto, allí.
Estaba justo detrás de ella.
Durante
un largo instante, no sucedió nada.
Notó
entonces como las manos de él cubrían las suyas sobre la cabeza, sus ágiles dedos
se separaban a medida que los deslizaba entre los de ella. Fríos, como siempre.
Impávidos al calor de los suyos.
- ¿Pensaste que lo conseguirías?- la
dijo con burla.
A
pesar de la consabida advertencia, Agnieszka no concedió respuesta a su
pregunta.
Él
apretó su cuerpo contra la puerta.
Se
oyó un suspiro estrangulado seguido de un sollozo, y un flujo creciente de
lágrimas veló la verde mirada de Agnieszka. El salitre le quemaba los ojos como
si la rabia de dos llamas danzara en el interior de su iris.
-Te compré.- prosiguió él con su
peregrinación de afirmaciones caústicas.- Eso hace que seas mía.
La
estrechó de nuevo contra la puerta y él. Apenas podía respirar. Notaba sobre la
piel el roce de la fina tela del traje que llevaba puesto su carcelero. Suave y
cálida. Refinada como lo era él. Fue consciente de su desnudez.
-Me perteneces.- la susurró al oído
con lascivia.
Su
tono de voz sonaba suave, muy suave. Demasiado, e infinitamente sombrío, oscuro.
Acercó
su nariz a su cabello. Inspiró fuerte su olor. Agnieszka apretó los párpados.
Percibió como el enorme cuerpo de ese ser atípico cubría totalmente el de ella.
- Eres un instrumento de mi voluntad
y por eso, sólo respirarás el aire que yo te dé. Cuando yo decida que has de
respirarlo. Yo soy tu Amo, yo soy tu Dueño, yo soy tu Señor, y tú eres mi
esclava. ¿Lo has entendido, mi preciosa doncella?
De
nuevo, aquel hombre apretó su cuerpo contra el de Agnieszka.
Ella
no contestó. Impresionada, no lograba articular palabra. Se agarrotaba en la
lengua.
-¡¿Lo has entendido?!- la repitió
menos dulce.
No
había trecho entre ellos que los separara. Ni el más mínimo surco. No había
milímetros entre los cuerpos por los que el aire circulara. La unión simbiótica
se constataba por medio de la unión de sus pieles.
Meneó
la cabeza en ademán de afirmación. Varias veces.
Una
de las manos de él aferró con fuerza su pelo y tiró hacia atrás con brusquedad,
provocando un arqueo involuntario de la cabeza de Agnieszka.
-Quiero que me lo digas con
palabras.- musitó a ras de su boca.- ¡¿Lo has entendido?!- redundó en la
pregunta.
Tiró
aún más de su cabello. Agnieszka se volvió ligeramente hacia él, contemplando expectante
aquellos labios finos y violáceos que emitían autoridad, que pronunciaban dominio.
Él
codiciaba que ella se quejara de impotencia. Que gimoteara de miedo. Que
llorara de rabia mientras él enjugaba sus lágrimas a base de lametones precisos
sobre sus mejillas sonrojadas. Le extasiaba tanta inocencia. Esos ojos entrecerrados,
esos labios de puritana doncella, ese sobrecogimiento hacían que su sangre
hirviese aún más. Se moría por desvirgar aquella sonrisa virginal. Por convertirse
en el profanador de su Santa ingenuidad.
Tan
inocente y tan desafiante como se mostraba ante él.
-Sí.- contestó ella.- Lo he
entendido.
-¡Eso no me vale! ¡Muéstrale el
debido respeto a tu Señor!
Agnieszka
lloraba como una niña pequeña. Compungida. Le dolía horriblemente el cuello, y
la voz emergía estrangulada de sus cuerdas vocales.
- Sí, Mi Señor. Lo he entendido.
Dio
un tirón hacia atrás, separando un poco el cuerpo de Agnieszka de la puerta. La
presión sobre el pecho cedió. Con la otra mano la abrió bruscamente las
piernas, mientras que con ojos maliciosos observaba, entretenido, como se descomponía
aquel mohín casto y virtuoso que iluminaba su rostro.
Sin
más cortesía que un leve empujón que la exigió arquear el cuerpo, -exponiéndole
aún más a su capricho-, la inspeccionó sin trato elegido, ni privilegiado,
introduciendo un par de dedos en ella, con la miserable advertencia que
presumía la rudeza de la acción. Hurgaba en su sexo como si le perteneciera,
arañándolo. Agnieszka mordió el dolor que le causó aquel envite inesperado entre
los dientes, apretándolos con fuerza. Rechinaban en silencio. Pero él deseaba
oír su suplicio, ambicionaba más que nada escuchar su molestia. Movía los
índices en su interior sin condescendencia, de forma animal, mientras ella sofocaba
débilmente los gritos entre los labios.
Él
clavó sus ojos en los de ella. Así no le gustaba. No le satisfacía adecuadamente.
Entonces
se propuso hacer cristalizar su protesta.
Continuará...