miércoles, 26 de diciembre de 2012

Él...



ÉL… el Premio que jamás soñé.
ÉL… La Capacidad para regenerar los sentimientos. El Vínculo que me ata al BDSM. La Sombra convertida en protector. El Maestro para su discípula. El Preconizador de egos. La Presencia más deslumbrante. La Ausencia más dolorosa. La Luz inagotable. El Orgullo erguido. La Bisagra que abre la puerta.
ÉL… La Dirección acertada. El Disparo más preciso. La Equivocación solventada. La Circunstancia propicia. La Duda resuelta. La Idea exclusiva. La Promesa cumplida. La Expectativa más realista. La Sensación más honesta. La Ilusión más virgen. La Esperanza encontrada. El Remedio a la dolencia.
ÉL… El Arte de la humanidad. El Lienzo más hermoso. La Leyenda viva. La Octava maravilla. La Inhalación imprescindible. La Matemática exacta. El Genio del humor. El Tiempo ganado. La Recompensa al sufrimiento. La Palabra genuina. El Verso más excelso.
ÉL… La Verdad absoluta. El Mensaje Oculto de los astros. La Mirada más intensa. La Sintonía más armoniosa. La Apuesta del corazón. La Inspiración más sugestiva. La Visión panorámica. El Sabor almibarado. El Tacto más suave. La Invitación a una felicidad segura.
ÉL… La Fórmula mágica. El Aroma más puro. La Sabiduría más dogmática. La Realidad más onírica. El Aplauso a lo bien hecho. El Mandato a la obediencia. La Luz para mi oscuridad. La Noche para mi día. La Aventura de la vida. La Paz del espíritu. El Réquiem más alegre. La Resurrección tras la muerte.
ÉL… El Latido acelerado. La Fiebre del alma. La Seducción de los sentidos. La Apertura a las sensaciones. El Pensamiento perverso. El Escándalo de la moral. La Voz provocadora. El Temperamento que enardece. La Pincelada en las ilusiones. La Pasión sin límite. La Insinuación truhanesca. La Incandescencia en las palabras.
ÉL… Los Ojos incendiarios. El Vicio más adictivo. La Trazabilidad de las fantasías. El Sabor del pecado. La Desinhibición de mi cuerpo. La Sustancia de la tentación. La Perversión de la inocencia. La Ofensa del pudor. La Esclavitud del erotismo. El Dueño de mi piel.
ÉL… El Estímulo de la carne. El Erudito del placer. El Explorador de las posibilidades prohibidas. El Imán para las pasiones. El Juego sin fin. El Camino a la locura.  El Templo de las sensaciones. La Habilidad para llegar más allá. El Secreto Gusto por los azotes. El Alma de cuero. El Carmesí de la piel castigada.
ÉL… El Deseo indómito. El Orgasmo infinito. El Infierno más celestial. La Mano del Diablo. El Alma de Dios. La Atadura más libre. El Amo más severo. La Persona más transigente. El Método más riguroso. La Disciplina más dulce. El Tormento más anhelado. El Eslabón a mi voluntad. El Desahogo de mi Entrega.
ÉL… El Recuerdo más amable. Y sería… el Olvido más difícil…

jueves, 6 de diciembre de 2012

Vestigios de Placer Argento en Madrid ( II )

La noche vierte un hechizo que se presiente etéreo en el ambiente. La luna parece querer arremolinarse al coro deslumbrante que forman las estrellas para presenciar, con delectación voyeurista, nuestro lecho incestuoso, en este Madrid otoñal… mientras  las horas respiran deseo.
Un deseo recién estrenado. Segregado por la incontinencia coherente de los cuerpos. Supurando su pornográfica retórica  por las manos, por los labios, por los ojos. Un deseo malicioso -o bendito- que me sorprende persuasivamente buscándole, abriéndole las piernas, elevándole el culo, ofreciéndole las nalgas, brindándole las muñecas, convidándole a mi sexo, y poniendo de manifiesto lo que realmente soy: Su perra.

El último azote le entrega el testigo a una letanía de besos de cometido paliativo sobre mis labios. Besos que enmiendan la exaltación carmín de mis doloridas nalgas, y las caricias emergentes de Sus manos ejercen de calmante sobre el hormigueo acomodado en la sensibilizada zona.
Contigua a toda esa Babel de emociones y sensaciones encontradas, su pregunta;
                -¿Estás bien?- entona con voz suave al oído.
                -Sí.- respondo.

Llevada entre sus brazos me posa sobre la enorme cama, y me consigna allí; azarosa, expuesta, mientras  el cuerpo se me desborda de deseo, de expectación, y su mirada adquiere una actitud que revela ciertos propósitos explícitos que le inyectan las ganas. El corazón me late violentamente al tiempo que la lujuria anclada en sus ojos recorre el perímetro curvilíneo que dibuja el perfil desvergonzado de mi silueta. La convexidad de nuestras miradas se precisa en un único punto de encuentro. Ineludible.
Con movimientos ligeros se inclina hacia mí.
Resuelto. Excitante.
Su presa está servida en bandeja de plata, y Él recuerda haberse afilado los colmillos antes de venir.

Como un acto reflejo -trazado por la lascivia- mis piernas se abren, aguardando lo que Él desee entregarme. Esa recompensa de la que crea que soy meritoria y quiera hacerme partícipe.
Juego al despropósito con el descaro, y el Señor huele mi celo.
Atrae mi provocación con un tirón hacia Él, y apresa la carnosidad sublevada de mis muslos con la tibieza excitada que contagia Sus manos, abriéndolos más aún, como dos finos alambres en tensión a los que volver maleables con el calor. Su boca se hunde entre ellos y Su indómita lengua, como una serpiente cegada por la sed, comienza a beber el néctar que mis entrañas han secretado para Él.
Siento entonces como me hago agua.
Más, cada vez que excava impetuosamente en mi interior. Más, cada vez que gana un centímetro más de mí. Me saborea, mientras me licuo, con una codicia insaciable.
Ondulo mi cuerpo ante el desbocamiento de sus ganas de mí. Su lengua me arranca dedicatorias que toman la forma innegable de gemidos. Plegarias pecaminosas que llenan cada confín de la habitación y me reconducen por el camino de la virtud.
Fieles servidores a nuestro instinto carnal, enloquecemos.

Boca abajo, me arrastra hasta los pies de la cama. Me hace erguir las nalgas, dedicarle el culo.
Quiere lo que es Suyo.
Un sutil chasquido me produce un escalofrío que vaticina lo que sobrevendrá. Agudizo el oído e intento mover disimuladamente la cabeza para certificar lo que presagio. Desabrocha el cinturón de su pantalón con una pasividad ensayada y maquiavélica. La metalizada hebilla choca entre sí con un ruido frío que estimula -a la vez, e inevitablemente- mi desasosiego y mis apetitos.
La correa será la prolongación de su mano en la continuación del castigo.
El cuero uno sólo con él.
Insustituibles. Necesarios.
A través del cinto cristalizará Sus ansias sobre mi cuerpo siguiendo la inspiración del deseo, inmersos -ambos- en un silencio paciente e impasible, apostado en una especie de aleación literal e indecorosa.

Me tenso.
                -Te daré veinte azotes con él.- anuncia.
Veinte.
La cifra baila en mi cabeza. Cábalas numéricas armonizadas. Las matemáticas siempre son exactas y justas. Dos decenas. Dos veces diez. Cuatro veces cinco. Veinte veces uno. Tercios. Cuádruplos.
Los músculos se tersan (cuerdas de lira preparadas para ser acariciadas) y la carne se repliega cuando el primer golpe del cinto hace acto de presencia sobre mis nalgas. Exquisito. Elegante. Fino. El Señor digitaliza la cuenta recreándose en cada cuerazo que origina una nueva cifra y que Él provoca.
El aire sisea el sonido cortante del cinturón blandido sobre la ligera corriente que transpira el lugar, y atrapa los apocados lamentos que emergen de mi garganta. El discreto rumor de mis protestas, los gemidos entrometidos crecen al unísono hasta invadir por completo la estancia y sumergirnos en la oscuridad de su ensalmo. El acto de avidez -santificado por una pasión insólita- me conmueve hasta la emoción. Hasta la impresión. Hasta la sinrazón.

El cinto esboza sobre mis nalgas filigranas entrecruzadas que marcan su rigor. La sublevación de la piel se vuelve casi bucólica. Una soberbia poesía escrita con versos de complicidad en lenguas beatas (no aptas para todos los públicos),  que habla de rimas indómitas de lengua suelta y placeres prohibidos.
La cifra que pronuncian Sus labios aumenta presurosamente acortando el final señalado.
En un número indeterminado me ceden las piernas, y rompo la postura que Él ha ido corrigiendo hasta hacerla perfecta.
                -Sube el culo.
A su orden,  reconstruyo como puedo la posición original.
Enderezo el culo y el Orgullo.
El escozor que atraviesa mis nalgas encarna el Placer que ha elegido para Él. Los últimos golpes con el cinturón arrancan sollozos de una boca que lo invita a continuar, a pesar de todo.
Apoyado medio cuerpo aún sobre la cama, me siento deliciosamente conmocionada.
Después, de nuevo las caricias, las atenciones, los galanteos. Veladamente posa las manos sobre las marcas que ciñen mis nalgas. Hasta sus dedos llega el calor que desprende la piel castigada. Su sutil pálpito golpeando con delicia las yemas. Convulsionándose a su paso.

Durante unos minutos Le advierto a mis espaldas como una bestia enjaulada esperando  para que le abran la puerta (y atacar). Un mordisco directo a la yugular, sentenciador, sería suficiente. El deseo nos acompaña con una asiduidad morbosa y casi pragmática. No hay ninguna orden concreta, si acaso la de esperar. Así, reclinada, con la mejilla apoyada sobre la cama y las rodillas afirmadas en el suelo. Temblando, proyectando un ángulo de aristas voluptuosas que lo incitan a salivar. La boca echa agua. Las palmas de las manos ardiendo. Sus pasos por la habitación, disimulados entre la estrechez de la penumbra, alertan los sentidos y subrayan mis sensaciones. Esas que intento analizar y se me escapan a cualquier razón o juicio con los que intente validarlos. N ha habido nada igual.

Se aproxima hasta mí.
Lo sé por el sonido cercano de sus zapatos, los que tanto me gustan.
Su alargada sombra se proyecta  sobre el centro de la cama, por encima de mi cuerpo.
Su respiración es el preludio de mi Deseo, que ansía un contraataque, sin duda. Inclina sus casi 190 centímetros sobre mi cuerpo, aferrando mis muñecas a su gusto. Las eleva por encima de la cabeza y las une entre sí con el metalizado argento que reflejan las esposas y la noche. Manipula con destreza y paciencia una cinta de raso (de un color cardenalicio) que usa para inmovilizar también mis tobillos. Tan casquivanos en esos momentos.
Respiro.
Me hallo atada de pies y manos. Inmóvil. Aquietada como un animalillo tembloroso, anegada al silencio. Y entre tanto, -no sin un frívolo encanto ligeramente venal-, enciende una vela y repasa con el índice el camino infinito que impondrá a las gotas que emanarán de ella. Emerge un pálpito de ansiedad. La dermis se corrompe -vergonzosamente- al contacto con la cera. Cada poro seducido por el misticismo que desprende la situación, la insuficiente luz, Su autoridad, mi vulnerabilidad, el imperturbable aire. Un pequeño pinchazo, -como un fino alfiler-, punza mi espalda, un segundo y un tercero le suceden, por debajo del primero. Inhalo Su excitación -y la mía- en cada gota que se derrama por mi piel. En cada gota que cae, Él deja el rastro de Su leyenda negra sobre mí…
Y ya sólo un nombre sale de mis labios; el Suyo.

Y volveremos a reinventar Madrid para nosotros, a través de noches sin conciencia. Suplicándole a la luna que se alarguen. Haciendo renacer el deseo de los amantes que se acaban de descubrir, con ese cosquilleo de complicidad en el alma.

Y de nuevo me descubriré contemplándole con la ansiedad de una criatura que espera que la haga suya.

Entonces, ¿ascensión al Olimpo o descenso al Tártaro?