No había dejado de evocar en su lengua
la sensación de tener sus propias braguitas metidas en la boca, mientras Él se
clavaba insistentemente en Ella, y ya estaba allí. Ofrecida de nuevo para sus
deseos. Tan perversos siempre. De una bajeza de tanta altura. Retorcidos hasta el
infinito del escándalo como sólo Él sabía retorcerlos. Revelados a través de
esos instintos básicos que únicamente reconocen los animales en celo.
Desde hacía unos días había olvidado
que era eso del pudor, y no se acordaba ya en qué preciso instante o en qué
estado de extasiante lucidez se encontraba, cuando había llegado a la certera conclusión
de que era propiedad exclusivamente suya, obviando por completo una decencia
que la estorbaba. Quizá fue cuando las suaves ondulaciones de su vestido añil
cayeron al suelo arrastradas por las enormes manos de Él, y ella había escogido
sin dudar el camino de la libertad que le ofrecía su desnudez.
Ahora ya no importaba eso, ni casi nada.
Cuando no la ordenaba bajar la mirada, furtivamente, ella perseguía su sombra
por el rectángulo de la habitación. Tal vez pretendía ver el perfil definido de
su espalda proyectado por la débil luz de las velas. Tal vez arrancarle lo que
se estaba llevando de ella. Era un acto mudo que se había vuelto mecánico. Era desde
luego un acto generoso que Él la concedía.
Cuando se daban esas ocasiones lo
miraba con ojos hiperbólicos, con ese desmesurado egoísmo por sentirle a cada
segundo que le despojaba al tiempo. Adoraba
coincidir con el intenso negro de sus pupilas en esos intermitentes instantes
que Él la regalaba, solo para descubrir en las miradas aquel intercambio de
deseo que tomaría inmediata forma en los minutos siguientes. La deslumbraba, le
había atribuido grandeza de galán. Lo era.
No recordaba tampoco en qué momento se
había vuelto adicta a sus manos, en qué minuto de qué hora de qué día se había
abandonado a merced de esos dedos que adoraba. Entre los retales de cielo gris,
silabeaba suspiros para arrancarle pedazos al silencio cuando notaba el sombrío
brillo de su ausencia acechar. A veces el tarareo de su nombre la enquistaba la
lengua, pero continuaba en su afán de robarle un minuto a aquella afonía tan
ruidosa.
Como en tantas otras veces ocurriera, en
ese ambiente difuminado que se articulaba en la prolongación de los momentos
íntimos que se concedían, cuando les dejaban, cuando entrelazaban instantes y la noche se
abría de piernas para ellos, sus nalgas alcanzaban un festival cromático que
interpretaba inequívocamente la descarnada pasión que ambos sentían. Algo tan
fuera de lo común para el resto, que entonces ella se preguntaba cómo Él era
capaz de vertebrar sus fantasías de esa manera, o de aquella otra.
Pese a todo, se sorprendía cuando el placer evidenciaba su indiscreta presencia a
través de ese líquido pertinente que se deslizaba por su entrepierna. Se hallaba
con los ojos vendados y las muñecas asidas por las esposas cuando, hacia el nacimiento
del amanecer, la había incorporado de la cama, y cuando ya de pie, había notado
como chorreaba por la cara interna de su muslo izquierdo aquel fino hilo que
murmuraba lo que era, y lo que en realidad la gustaba. Tampoco surgían dudas a
ese respecto.
Ella quería que la besara, pero en
aquella ocasión no quería que fuera un beso dulce, al igual que no quería que
la tratara como si se fuera a romper. Quería sentir su salvaje pasión, hasta el
último y tosco gramo de esa pasión. Él quería arrancarle la blusa, levantarle de
un tirón aquella faldita que la hacía parecer una muñeca, ponerla en el suelo a
cuatro patas y entrar en ella una y otra vez hasta que gimiese su nombre y le
rogase que pusiese fin a su tormento, hasta que la culminación de aquel acto perverso
la invadiese por entero y las violentas convulsiones de su cuerpecito lo
ciñeran a Él con fuerza y para siempre.
Todo
había surgido de una manera imprevista para ambos, sobre un escenario inusual y
anónimo, como un prólogo escrito en el reverso de la luna, en ese lugar donde el
tiempo, probado y sabio, guarda obligatoria oportunidad para cada suceso
importante, para que se dé el prodigio de esas Grandes Circunstancias que
consuman el Destino, aunque el desvelamiento de la impaciencia y el pálpito del
deseo no admitan de buena gana este orden natural, impostado y un poco tirano,
de cuanto acontece en la vida.
De
tal forma, ella soñaba, envuelta en ilusión y en el último suspiro de la luz
atardecida que custodiaba sus recuerdos, la primera vez que estuvo la
majestuosa imagen de Él ante su ansiosa mirada, y lo hacía con la misma intensidad
y desasosiego con que evocaba el primer encuentro. La primera vez en que sus ojos recorrieron el infinito de toda una
vida sin haberse conocido, para llegar en un segundo al completo deslumbramiento;
la revelación de Él ante ella y pensaba ella, con atribulada esperanza, de sí
misma ante Él. Y al cobijarse al favor de su amparo, y al abrazarlo, al
besarlo, al deshacerse en perversos placeres entre sus manos, el Deseo se hacía
Carne y la Carne se desbordaba en su alma.