martes, 26 de marzo de 2013

La Concubina del Diablo (I)




           
        -¿Intentará seducirme o será una violación?- preguntó simulando una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir.
             -No es pecado ni supone ofensa o ultraje hacer uso de lo que se ha comprado, de lo que a uno le pertenece.

La contundente respuesta silbó densa en el hermetismo del dormitorio. Cada sílaba que formaba el mensaje se relamía con un agrado sublime, se masticaba dentro de la boca con un regodeo atestado de soberbia y arrogancia. Sabor a sadismo, quizá. Saña ceñida entre las sedas de un traje sastre de hechura refinada, tal vez. Pronunciadas de aquella elemental manera sólo por quien se sabe exponente del poder absoluto entre las manos, y con la sutil certeza que concede el hacer valer todos los derechos que se poseen -de iure- sobre algo o sobre alguien.

Detrás de aquella mirada glacial latía el peligro con una armonía melódica imperturbable, al son de un réquiem en Re menor de Mozart, o en Do menor de Haydn, con esa intimidación, por otro lado, que consiente el silencio después de proferir una amenaza.
El fatal fallo del juicio. El ineludible acatamiento de la sentencia.

Bajo la palidez extrema, -transparente, casi de aspecto fantasmal-, de la piel de aquel extraño hombre, -joven, pero de edad indescifrable-, que acababa de comprarla miserablemente por unos cuantos siclos de plata en una subasta de esclavos, reptaba una criatura primitiva que esperaba el momento exacto del ataque.
Un viejo zorro dispuesto a enseñar su mejor truco.

Él ya se encontraba lo suficientemente cerca como para que ella se viera forzada a contener la respiración. Se había acomodado a conveniencia frente a ella, asegurándose de quebrantar ese hipotético cerco que concede a una persona una mínima posición de seguridad frente a otra, para saborear la acidez que el miedo supuraba por cada pequeño segmento de su piel. Aquella desagradable emoción se dilataba con una soltura devastadora entre las venas. Fluía con intromisión por ellas, macerando una angustia que consumía cualquier molécula de oxígeno.
El sudor -espía y chivato- perlaba con suavidad la frente, las manos, con el mismo brillo tibio que desprende una piedra preciosa expuesta a los rayos de sol.
Le excitaba el miedo que ella sentía. Era delicioso. Manejarlo con la precisión que requería, pura maestría.

Agnieszka escudriñaba por debajo del abanico taheño que formaban sus decenas de largas pestañas, aquel rostro vacío de expresión, vano de mueca o gesto interpretativo certero.
La astuta indiferencia que exhibía aquel extraño la perturbaba arañando una incertidumbre que crecía como una hierba venenosa en medio de un campo abonado.
Observaba, -con algo parecido a la curiosidad-, aquellos ojos ladinos, extraordinariamente negros, privados de iris, huérfanos de brillo, con encanto de abismo, y profundidad de vértigo. Tan extraños. Tan recónditos. Tan distantes.
Tan inhumanamente perfectos.
Un rostro hermoso de manera extravagante, con la dotada belleza que atribuye la porcelana.
Y él (aún sin nombre que ella pudiera pronunciar) advertía, sumergido en la mantecosa luz que proyectaba una pequeña lamparilla de aceite colocada en alguna recóndita esquina de la estancia, como la prolongación de ese ceñido corpiño en aquel cuerpecito -con edad suficiente para pecar- lo impacientaba, como agitaba su interior, como sacudía su naturaleza en negras oleadas de deseo.

Alzó su brazo hacia la figura trémula de ella.
Los dedos, finos y elegantes, pero fríos como un iceberg, comenzaron a deslizarse con determinación sobre la línea de su garganta. Con la mirada fija en ella, seguían comedidamente -rayando una insultante urbanidad- la delicia de su borde con un rigor preciso. Escrupuloso roce de satén.
La agilidad del palpitar azotaba la piel de forma acompasada y regia.
Con el invierno en sus manos, continuó su paso descendiendo libertinamente hasta el pecho de Agnieszka con un tacto semejante al movimiento de una araña tejiendo aplicadamente su tela. Astuto. Cauteloso. Diestro.
Uno de sus dedos prolongó la caricia hasta el nacimiento de los senos.
             -Este lugar… es mío… me pertenece.- afirmó fijando en sus ojos la oscuridad dilatada de sus pupilas.
Ella le dio una bofetada. Fue un acto impetuoso, regido por el impulso, sustentado por el agravio (a su virtud). Ese atrevimiento la exasperaba.
Mantuvo su mirada en la de él, temblorosa, vibrante, mientras él llevaba la mano hasta su mandíbula, y acariciaba su borde suavemente, atenuando con el roce el escozor del golpe. Los músculos de su cara se tensaron como las delicadas cuerdas de un violín recién afinado.
            -Yo no tengo dueño.- se atrevió a decirle.
Intentó dar un cauteloso paso hacia atrás.
En ese momento sólo deseaba que él no se moviera.

Él imaginó con perfección y claridad gráfica -mientras contemplaba con resuelta admiración el verde ambarino de sus ojos rasgados-  como le devolvía la bofetada a ella, como la palma de su mano golpeaba la tersura incandescente de su mejilla, y sus labios se alinearon formando una sonrisa maliciosa cuando el previo de la perversa imagen acudió a su cabeza.
            -Ya veremos si afirmas eso mismo después de esta noche.- dijo simplemente él.

La extraña sonrisa que compusieron sus labios al pasar junto a ella le produjo un escalofrío.



Continuará...

2 comentarios:

  1. QUE INTERESANTE INICIO DE ESTA HISTORIA,,, YA QUIERO SABER QUE MÁS PASARÁ... ME GUSTA.

    UN BESAZO ANKARA!!!

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  2. Muchas gracias por su interés para con mi relato, Señor Lord Shadow. Un placer su comentario. Espero que disfrute de las demás partes tanto como de esta primera.

    Un cordial saludo.

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