-¿Intentará
seducirme o será una violación?- preguntó simulando una tranquilidad que estaba
muy lejos de sentir.
-No es pecado ni supone ofensa o
ultraje hacer uso de lo que se ha comprado, de lo que a uno le pertenece.
La
contundente respuesta silbó densa en el hermetismo del dormitorio. Cada sílaba que
formaba el mensaje se relamía con un agrado sublime, se masticaba dentro de la
boca con un regodeo atestado de soberbia y arrogancia. Sabor a sadismo, quizá. Saña
ceñida entre las sedas de un traje sastre de hechura refinada, tal vez. Pronunciadas
de aquella elemental manera sólo por quien se sabe exponente del poder absoluto
entre las manos, y con la sutil certeza que concede el hacer valer todos los
derechos que se poseen -de iure- sobre algo o sobre alguien.
Detrás
de aquella mirada glacial latía el peligro con una armonía melódica imperturbable,
al son de un réquiem en Re menor de Mozart, o en Do menor de Haydn, con esa intimidación,
por otro lado, que consiente el silencio después de proferir una amenaza.
El
fatal fallo del juicio. El ineludible acatamiento de la sentencia.
Bajo
la palidez extrema, -transparente, casi de aspecto fantasmal-, de la piel de
aquel extraño hombre, -joven, pero de edad indescifrable-, que acababa de
comprarla miserablemente por unos cuantos siclos de plata en una subasta de
esclavos, reptaba una criatura primitiva que esperaba el momento exacto del
ataque.
Un
viejo zorro dispuesto a enseñar su mejor truco.
Él
ya se encontraba lo suficientemente cerca como para que ella se viera forzada a
contener la respiración. Se había acomodado a conveniencia frente a ella,
asegurándose de quebrantar ese hipotético cerco que concede a una persona una
mínima posición de seguridad frente a otra, para saborear la acidez que el
miedo supuraba por cada pequeño segmento de su piel. Aquella desagradable
emoción se dilataba con una soltura devastadora entre las venas. Fluía con intromisión
por ellas, macerando una angustia que consumía cualquier molécula de oxígeno.
El
sudor -espía y chivato- perlaba con suavidad la frente, las manos, con el mismo
brillo tibio que desprende una piedra preciosa expuesta a los rayos de sol.
Le
excitaba el miedo que ella sentía. Era delicioso. Manejarlo con la precisión
que requería, pura maestría.
Agnieszka
escudriñaba por debajo del abanico taheño que formaban sus decenas de largas pestañas,
aquel rostro vacío de expresión, vano de mueca o gesto interpretativo certero.
La
astuta indiferencia que exhibía aquel extraño la perturbaba arañando una
incertidumbre que crecía como una hierba venenosa en medio de un campo abonado.
Observaba,
-con algo parecido a la curiosidad-, aquellos ojos ladinos, extraordinariamente
negros, privados de iris, huérfanos de brillo, con encanto de abismo, y profundidad
de vértigo. Tan extraños. Tan recónditos. Tan distantes.
Tan
inhumanamente perfectos.
Un
rostro hermoso de manera extravagante, con la dotada belleza que atribuye la
porcelana.
Y
él (aún sin nombre que ella pudiera pronunciar) advertía, sumergido en la
mantecosa luz que proyectaba una pequeña lamparilla de aceite colocada en
alguna recóndita esquina de la estancia, como la prolongación de ese ceñido corpiño
en aquel cuerpecito -con edad suficiente para pecar- lo impacientaba, como agitaba
su interior, como sacudía su naturaleza en negras oleadas de deseo.
Alzó
su brazo hacia la figura trémula de ella.
Los
dedos, finos y elegantes, pero fríos como un iceberg, comenzaron a deslizarse con
determinación sobre la línea de su garganta. Con la mirada fija en ella, seguían
comedidamente -rayando una insultante urbanidad- la delicia de su borde con un
rigor preciso. Escrupuloso roce de satén.
La
agilidad del palpitar azotaba la piel de forma acompasada y regia.
Con
el invierno en sus manos, continuó su paso descendiendo libertinamente hasta el
pecho de Agnieszka con un tacto semejante al movimiento de una araña tejiendo aplicadamente
su tela. Astuto. Cauteloso. Diestro.
Uno
de sus dedos prolongó la caricia hasta el nacimiento de los senos.
-Este lugar… es mío… me pertenece.- afirmó
fijando en sus ojos la oscuridad dilatada de sus pupilas.
Ella
le dio una bofetada. Fue un acto impetuoso, regido por el impulso, sustentado
por el agravio (a su virtud). Ese atrevimiento la exasperaba.
Mantuvo
su mirada en la de él, temblorosa, vibrante, mientras él llevaba la mano hasta su
mandíbula, y acariciaba su borde suavemente, atenuando con el roce el escozor
del golpe. Los músculos de su cara se tensaron como las delicadas cuerdas de un
violín recién afinado.
-Yo no tengo dueño.- se atrevió a
decirle.
Intentó
dar un cauteloso paso hacia atrás.
En
ese momento sólo deseaba que él no se moviera.
Él
imaginó con perfección y claridad gráfica -mientras contemplaba con resuelta
admiración el verde ambarino de sus ojos rasgados- como le devolvía la bofetada a ella, como la
palma de su mano golpeaba la tersura incandescente de su mejilla, y sus labios
se alinearon formando una sonrisa maliciosa cuando el previo de la perversa imagen
acudió a su cabeza.
-Ya veremos si afirmas eso mismo
después de esta noche.- dijo simplemente él.
La
extraña sonrisa que compusieron sus labios al pasar junto a ella le produjo un
escalofrío.
Continuará...
QUE INTERESANTE INICIO DE ESTA HISTORIA,,, YA QUIERO SABER QUE MÁS PASARÁ... ME GUSTA.
ResponderEliminarUN BESAZO ANKARA!!!
Muchas gracias por su interés para con mi relato, Señor Lord Shadow. Un placer su comentario. Espero que disfrute de las demás partes tanto como de esta primera.
ResponderEliminarUn cordial saludo.