viernes, 23 de noviembre de 2012

Vestigios de Placer Argento en Madrid ( I )




La capital se desgarró en jirones por nosotros, y se engalanó de sedas y tules para nuestro encuentro.


Bajo la luz terciada e intercedida por un ambiente de deseo contenido en el tiempo, la respiración se me aligera y se me vuelve casi frenética por momentos. Instantes entrelazados de una expectación e impaciencia bañadas en luz de plata, como la argenta luna que sostiene la noche. Tiempo inmediato a una ansiedad furiosa y lúbrica.
Cáusticos y acortados.
Sugestivos de hechizo.
Siento cómo un delirio en fase terminal recorre perverso cada poro expuesto, electrizándolo. Anegado cada uno en la codicia de sentir Su autoridad en el interior de aquella habitación con vistas a una emblemática y solemne Puerta de Alcalá. Ocasional testigo, -celoso y silente quizá-, de lo que va a presenciar.
Madrid nos prestó la noche y nos vendió su alma, sin duda.

Pude afirmar que el tiempo corría dentro de aquella habitación sólo si él lo movía. Sólo si él lo reactivaba con la química surgida del antojo que le ofrece esa característica tan esencial, propia de su sustancia, exclusiva de su naturaleza, innata y consustancial, y de los apetitos livianos de una perra aún por descubrirse, rozando en ciernes la mágica Quinta Esencia del deseo.
Su bruja Alquimia.

La trivialidad rigurosa de las palabras le cedió honorable paso a los besos desmesurados, a las caricias desvergonzadas, a los halagos obscenos. La enormidad -y grandeza- de Sus manos, tenía la pretensión insurgente de condenar mi cuerpo a la perpetuidad de una lujuria insaciable que escurría horadando descaradamente por el interior de mis muslos.
Nos sacudían las ganas, el deseo, la lujuria, la mesura obligada de la distancia, de la forzada espera.

Y de repente… Usted & ankara.
Me gira bruscamente, y noto como la majestad de Su cuerpo apresa la fragilidad del mío de cara a la pared. Los brazos por encima de la cabeza en un movimiento sublime, déspota y autoritario. Condenatorio a un Pandemonium de escándalo y perversión. El fervor de Su aliento viaja enajenado a través de la lasitud sensibilizada de mi cuello, castigando a mi cuerpo simplemente con el roce del suyo. Apenas y puedo moverme. Las exhalaciones exigidas, al primitivo son del despertar de una animal salvaje, perfilan de forma sibilina la sentencia.  

Las braguitas de encaje descienden hasta los tobillos ayudadas por la generosidad de Sus dedos. Registro entre mis sensaciones la coqueta caricia con la que agasajan mi piel a su paso, mientras la osadía de Sus dientes apuntala a conciencia el territorio consagrado que comienza a conquistar la meticulosa inspección que, -a buena cuenta-, hace Su lengua de mis nalgas.
Las venas enfebrecen cuando seguidamente el primer tirón de pelo corrige la posición de mi barbilla. Un arrastre puntual, preciso, de analítica exacta. Inevitable imaginar la larga longitud de mi melena envolviendo como un lazo de seda dorado Su mano. Inevitable sentir esto que siento, y que me remueve hasta la última de las vísceras cuando la imagen de Sus dedos enmarañados con mi pelo toma protagonismo en mi cabeza. Una queja ahogada se cohíbe en mi garganta al tiempo que Su palma bendita azota con vehemencia mi culo,  descocado y servicialmente expuesto a Él.
Uno, dos… tal vez, tres.
La queja de cada uno de ellos se prolonga hasta los labios sólo para incitarle a que me azote más fuerte.

Y sin embargo, se aleja unos pasos…

Me contempla desde atrás a sus anchas, con la efervescencia de un deseo atinado, mientras el sonido seco y vibrante de las emociones sin periferia, convergen en puntos prolongados sobre una piel desnuda y virginal, mudada en exclusividad por y para Él. Una piel desanudada de voluntad, expectante por ser marcada con la eminente huella que dejará sobre mí Su furtiva naturaleza.
Mi alma de perra despertaba finalmente, con ganas de ejercitar los dientes.

La atmósfera esta inmóvil y viciada, al igual que Él, a la par que yo. Cada uno oyendo el protocolo acelerado de su propia respiración. Su silencio iconoclasta, -extraordinariamente explícito en su función-, inocula directamente en vena una sobredosis de adrenalina que acrecienta mi incertidumbre y a la vez, mitiga mi miedo.
Me acecha más allá de la penumbra, en una oscuridad casi tangible, esperando el momento apropiado para abalanzarse sobre mí.  Sin condescendencia, pienso.
Aquel frenesí incorpóreo se define en un vibrante hormigueo cuando caigo en la cuenta de que esas manos pueden torturarme como el más cruel de los verdugos, o acariciarme suavemente como el roce del ala de un ángel.
En esos instantes esenciales me siento inocente, vulnerable, indefensa.
Frágil a ellas.

Con voz ceremoniosa ordena que me dé la vuelta.
En la plenitud de mi desnudez lo miro tímida, y observo cómo la iridiscente oscuridad de sus ojos me masturba la mente con solo mirarme. Me coge de la mano y me acerca hasta él. Los pasos suenan retraídos por el parquet y el reflejo de mi imagen se pierde poco a poco en el fondo de sus pupilas cuando sentado, me coloca sobre sus rodillas. El calor de los cuerpos se concentra con la proximidad. El deseo, también. Sumidos en un acto de rito y dogma, sitúa una de mis manos agarrando su pierna y la otra la acomoda  a la pata de esa silla con talante victoriano que posee la habitación.
Nuestro particular culto a la perversión iba a dar comienzo.

Como en una lección básica de perspectiva, indaga entre mis emociones circunscribiendo con Sus dedos círculos concéntricos en mi piel. Mis músculos se contraen a la espera. Enfáticos. Alertas, al tiempo que Él prepara minuciosamente la zona a castigar.
                -Quiero que cuentes los azotes que vas a recibir.
La mano sigue virando a la deriva, desviando conscientemente el rumbo de un lado para otro. Parábolas, hipérboles, elipses. Óvalos y curvas. Divaga embriagada hasta exasperarme.
El primero de la tanda repica como una composición de cortesía entre las paredes de aquella elegante estancia. Siento, o más bien, presiento, como el Señor se relame, como recorre plácidamente el relieve de Sus fauces con la carnosidad de la lengua. El siguiente azote, de índole más intensa y menos cortés, hace valer los derechos ganados a pulso, y los deberes, de cuando en cuando, se aseguran de que en una de esas no haya perdido la cuenta.       
                -¿Cuántos van?
                -Cinco.  
La procesión de azotes continúa en una progresión aritmética  solemne.
El maravilloso sonido  tintinea como un sortilegio enigmático -de extraño encanto- en la vulgaridad de mis oídos. Un canto de sirena casi homérico que me sustrae de una noción correcta y en exceso moralista. Un canto de sirena hipnótico que me instiga, con una provocación desmedida e indecorosa, a pedirle que me azote más. Un canto de sirena entonado por un predicador habilidoso que me disciplina a capricho.
                 
Se deleita con una dialéctica muda mientras involuntariamente me arqueo sobre Sus rodillas. Mi cuerpo se comunica retorciéndose en curvas imperfectas intentando atenuar con torpeza la intensidad de los azotes, que aumenta cínicamente a medida que la cuenta atrás ha dado inicio. El incandescente rojo de mi piel dilata sus pupilas, enorgullece su mano, y envanece la solidez de su pantalón. En un intento de insubordinación instintivo, protejo mis nalgas del castigo al que están siendo sometidas. Sin tregua, Su mano apresa mis muñecas en un bucle único, imperioso y par con mi espalda.
                -¿Cuántos quedan?- pregunta mientras las oprime con vehemencia.
                -Tres.
Su mano libre -libertina- se cuela por entre la encrucijada de mis piernas para cotejar la humedad que discurre por su interior. De primera mano comprueba el frenético crescendo a través de aquellos azotes hechos placer líquido.
Una sonrisa escurridiza asoma en su rostro.
Le gusta tenerme así; dada, entregada, disciplinada, inevitable, sumisa. 
Experimento una suerte de escalofrío con sabor a delicia que me recorre el cuerpo como un elegante calambre. Un escalofrío viciado de Él. Séptico de Sus manos. La presión en mis muñecas anudadas con la sirga de Su mano, los dedos pofundos espiando autoritariamente mi sexo, la voz queda, los susurros inflamados a media voz, improvisando Bocanadas de Deseo, filias sobre mi piel candente y un cuerpo desbocado...

(...)
  



2 comentarios:

  1. Un genial relato de una velada especial llena de entrega y goce.

    Saludos

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  2. Señor efe{LL}, gracias por pasearse de nuevo por este lugar, y cristalizar la timidez de sus pasos a través de la belleza de unas cuantas palabras. Queda aún una segunda parte, rebosante -también-, de Entrega y Goce.

    Un saludo.

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