martes, 13 de noviembre de 2012

El Poder de las Hijas de Eva.

Hace unas semanas, por azares -nada providenciales- que no viene por tanto al caso narrar, descubrí una obra pictórica y a un autor que me sorprendieron gratamente, en el más alto grado que puede adquirir el asombro y sus múltiples variantes (si es que el asombro tiene grados). El cuadro a cuestionar es “El Pecado”, y su autor, Franz Von Stuck, un teutón perteneciente al movimiento simbolista; para quienes la concepción del mundo es un misterio por descifrar -como creo lo es para casi todos, sin ser accesorios integrantes de tal movimiento-. Tachado de misógino,  su odio hacia las mujeres -para mí, por tanto, opinión personal- era sólo equiparable a la obsesión que sentía por ellas, provista esta paranoia, permisiblemente, por la falta de conocimiento que el pintor tenía acerca de nosotras. Tan complejas que debemos ser.
A veces no queda más remedio que trasladar el odio hasta aquello que no se comprende.

El título del cuadro viene a colación y cuento con los desvelos taciturnos del autor, pues el señor Von Stuck, a quien admiro incluso por encima (máxime por encima) de su misoginia y todo, compartía obcecación maniática -también generosamente-, junto con la que ya le profesaba a las females que cohabitaban más allá de su espacio vital, con la caída primigenia del hombre (pecado original) y el pecado en sí, sin cabida al no, fuera de la índole que fuera, siempre que estuviera unido al sexo eso sí. ¿Odio o vicio? ¿Fobia o Filia?
Hasta la saciedad más sacia se harta de hermanar exageradas figuras de reptiles con cualquiera que se preciara ser Hija de Eva, es decir, con cualquier mujer, que no con una mujer cualquiera (aunque tal vez para él fuéramos consideradas todas así; unas Cualquieras -vista la comparación), identificándola reiteradamente como un ser diabólico a la par que seductor, atrayente a la par que fatal, dominante a la par que poderoso.  
Eso es;  Poderoso. Poder. El que ostentan nuestras curvas.

Precisión matemática entre esa igualdad maldita que lo volvía loco, lo obsesionaba y lo fascinaba al mismo tiempo; Mujer=Serpiente=Pecado. Claro me queda que, manejando esa rigurosa ciencia de la paridad como lo hacía su ofuscado encefalograma, lo sorprendente sería no odiarnos de esa manera tan visceral -mero hecho de existir-. En perseverancia crónica -como una enfermedad- ligadas siempre como estamos a la tentación, al sexo, al pecado (sobre todo a éste), a la condenación, amarrados nuestros brazos al cuello del diablo. No soy prudente cuando pienso que los hombres no pondrán un solo pie en el Reino de los Cielos por nuestra culpa;  Mea extremis culpa. Mea. Mea”. Víctimas todos del pecado, escudándose en las féminas, quienes llevan éste en sus sensuales formas, o será por esa tara suya, en algunos casos, de no controlar la bragueta. Tan esclavizados -y sumisos- como algunos lo están a su bajada. No hay tanta preocupación por el descenso de la prima de riesgo cuando es una mujer la que se cruza por el medio.

En esta obra, realizada en 1893, Von Stuck plasma a una sensual e inquietante Eva como la reencarnación misma de la tentación en su fase terminal, como si después de ella no hubiese nada, con una mirada provocadora, fija en los ojos de quien osa mirarla. Espuela de oscuros estímulos. Impresionante ese torso emergente de las sombras; híbrido entre éstas y la desmesurada serpiente, como si ambas incitaran -incitan de hecho- a algo deshonesto, impúdico, extremadamente perverso (extraordinario), a capturar en el instante ese cuerpo que lo prolonga, a poseerlo ¿quizá?, hostigando al deseo que surge siempre de entre las basculantes curvas de la mujer.
Debilidad indeliberada de los hombres rasos.

Como se ha suscrito, las ideas oscuras que le bullían escupían demonios en su cerebro y éste, terminaba vomitando obsesiones sobre el lienzo. Obsesiones… Curioso lo de las obsesiones… No sólo el señor Von Stuck escupía perturbaciones mentales sobre sus realidades más inmediatas. No sólo él vivía obsesionado con la indecencia de nuestras curvas. La peligrosidad de ellas y el vicio que fomentan, ataca con virulencia y acrimonia -bajo un uso indiscriminado- la entrepierna de los más débiles, de los más flojos de voluntad, de los más enclenques de temple, sin advertir -percibir acaso- que son pasto de la virtud más subliminal, más sombría, más endemoniada y menos lícita de cuantas existen.
No es débil el que tienta, sino el que se deja tentar.

Reflexionando sobre esa especialización dominante y obsesiva que Von Stuck hizo del desnudo femenino, me ha surgido espontáneamente pensar en el poder fáctico que poseen -poseemos- las mujeres, pero sobre todo sus (nuestras) curvas.
Prietas. Oscuras. Sinuosas. Tortuosas. Poderosas.
La figura femenina ha sido elevada al nivel de idolatría, siendo causa de todo tipo de emociones a lo largo del devenir de las centurias; deseo, odio, amor, ira, locura…, dando siempre rienda suelta a la casquivana imaginación del hombre. Ni las necesidades físicas para cubrir nuestro cuerpo ni las reglas morales con la estúpida intención de “alejar el pecado”, dejan fuera de juego el poder que ejerce la imperiosidad de las curvas femíneas. ¡Bienaventuradas sean! (¡ellas y sus portadoras, of course!). Se han convertido, por lo que se ve, en un arma infalible, derivo de obsesiones, desvelos y como no, virtudes, que se ha inmortalizado hasta nuestros días. Sí, Señores y Señoras, la sensualidad de nuestras curvas es todo un emblema de poder, capaces de desquiciar a… (casi) cualquiera…

Así que por favor, mujeres de Dios, háganme un uso responsable de ellas… ;P

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