Las
tenues tonalidades que regalaba el amanecer se deslizaban aplicadas por entre
la tela biselada de las cortinas de aquella única ventana que poseía el estimado
mausoleo en el que los huesos de Agnieszka se corroían a base de abandono y
hastío.
Abrió
los ojos, despacio, desperezándose de la noche, o tal vez sondeando esa emoción
instalada en su esperanza y que no conseguía que la abandonase; el miedo, y la
que parecía su aliada más inmediata en esas maltrechas circunstancias suyas; la
angustia, e intentó hacer un leve movimiento con las piernas.
Tanteador.
Aún
tenía el cuerpo dolorido, y las articulaciones respondían como lo hacían las
oxidadas bisagras de las puertas viejas de esos castillos que han sido desmantelados.
Bajo
el embrujo estentóreo de un silencio trasnochado y marchito, Agnieszka comenzó
a conjugar -a propósito del dolor que ejercía el papel de ángel anunciador de
su infortunio- las imágenes del hombre que, de una forma con corta diferencia
de ser salvaje, la había hecho suya escasas horas antes. Hilaba precisamente los
momentos en los que su cuerpo había pertenecido a aquel extraño, y logró un
vértigo abreviado al pensar en el peligro de que también su alma le había
pertenecido.
¿Cómo
era posible?
Aquel
individuo era despiadado, impiadoso, feroz, violento, impulsivo, vehemente.
Inhumano…
Apurada,
se acercó hasta el espejo y contempló con escepticismo la imagen que éste le
devolvía de su cuerpo. Su piel expresaba fiel la atrocidad de la tortura erótica
a la que había sido sometida. El sadismo tejido en los estratos de su dermis delineaba
magulladuras cardenalicias que apostaban con un órdago los irreverentes y
eminentísimos desafíos en forma de azotes, arañazos, mordiscos, bocados, pellizcos,
caricias, cobas, y besos, que la naturaleza propia de ese sádico había dedicado
consagradamente sobre ella.
Conmemoraba
azorada, -pero más por antojo que por otra cosa- como el dolor se había vuelto intolerable
en sus entrañas cuando él había introducido un tercer dedo en su sexo,
incrementando furtivamente la intensidad de los impulsos.
Descortés
e incorrecto.
Ella
retorcía en hélices paradójicas su cuerpo de frágil muñeca en un absurdo y, por
supuesto, ineficaz intento por aliviar el tosco suplicio, pero él la tenía inmovilizada.
Estancada en el intervalo de un espacio perverso. En el ejercicio de su
autoridad no la permitía moverse. Respirar si acaso, pero para seguir
manteniéndola con vida. Sin saber muy bien cómo, diligentemente se había
despojado de su cinturón, y había atado las muñecas de Agnieszka a su espalda.
Aún
podía sentir sobre ellas la rigidez del cuero abatiendo la carne contra el
hueso, aferrando su protesta. La exactitud de la pretensión de su esbirro;
gritar.
Sí,
finalmente ella había sucumbido a la tentación de la protesta, había clamado a
Dios su queja mientras un dolor esdrújulo devastaba por entero el interior de su
ser.
Él
quería escuchar de labios de Agnieszka su reproche, su condolencia, sólo para
tener una módica escusa por la que amordazarla. Sacó un pañuelo de seda del
bolsillo de su pantalón y se lo introdujo en la boca.
Ciñendo
su sollozo al efecto de la tela. Ahogando el propósito de sus lamentos.
Y
así como la tenía, a su voluntad, anhelante de misericordia, de indulgencia -aunque
fuera animal-, le mordió los pechos, el cuello, los hombros, labrando en su
carne destellos de círculos perfectos de color escarlata, empapando de saliva
la obra recién horadada sobre el lienzo cándido de la carne, que se volvía
dócil y servil ante la presencia de sus colmillos.
El
latido del corazón oprimía las cavidades donde se alojaban las vejatorias
dentelladas.
En
el espejo, apreciaba el relieve al que habían renunciado esas fauces afiladas a
través de la tonalidad púrpura que ilustraba su piel.
Por
lo pronto insaciables, avariciosas, egoístas…
Con
la cerviz aún terciada hacia atrás, la redimió de la incomodidad de la mordaza
y la ordenó abrir la boca, sujetándola con nervio la mandíbula, y abandonando
la marca de la inclemencia de sus dedos en la piel. Con la de él hecha agua,
vertió en ella la secreción húmeda que con urgencia expelían sus glándulas. El enorme
coágulo de saliva cayó en el interior, lánguidamente, abatiendo la lengua de
Agnieszka en latigazos de placer, esparciéndose con lentitud por el apéndice,
resbalando hasta la garganta, y licuándose sugestivo con el propio néctar
salivar de ella hasta formar una única masa informe y tibia. Con ganas -y
novicia afición- ella relamió las gotas del forastero jugo bucal derramado por
los dientes, por los labios, por las comisuras…
Esporádicamente
comparecían en su memoria los sápidos instantes en que, espoleada por una
sensación desconocida para ella, -una excitación ardiente e inquieta-, se había
sorprendido abriendo voluntariamente sus piernas al hacer de los dedos
autoritarios y sublevados de aquel hombre. Exorcizando el dolor con conjuros e
invocaciones que proponían un placer sempiterno lactado por el deseo más
primitivo.
Así
era él; Primitivo. Devastador. Fiero. Despiadado. Un vándalo de su cuerpo.
Divagaba
como una demente por encima de esos recuerdos aún cercanos, y se compungía -con
asomo de rabia- ante la invitación abierta que a aquel hombre le habían
ofrecido sus piernas, y la inédita humedad alojada entre ellas, a la que él la
había convidado a saborear lamiendo minuciosamente cada falange que formaba sus
dedos, hasta adecentarlos de aquel licor genital emanado de su placer.
Mientras
limpiaba con la lengua los dedos de su sayón, y probaba su propio sabor, el
gusto sazonado que poseía su deseo, los negrísimos ojos de él recorrían la
aplicada expresión del rostro de Agnieszka con la intensidad del enfoque descriptivo
y exacto que proporcionan los parpados a medio cerrar. Estaban allí,
estrechamente juntos, detenidos, uno frente al otro, en la media oscuridad que sudaba
la vieja lámpara y que apenas servía para definir el contorno de sus rostros,
en un acto recíproco de complacencia mutua.
La
despertó de su instantáneo ensueño la insólita molestia que protagonizaban sus
nalgas, se giró, y el espejo la mostró el relieve finito de unas marcas
encarnadas carmesí, y continuó dando alas a sus recuerdos…
Continuará...
Estoy desolado, Lady Ankara… ¿qué nos queda a los hombres buenos? ¿La resiganción de que siempre habrá un malón infinitamente más atractivo que el más atarctivo de nosotros, caballeros de blancas intenciones?
ResponderEliminar;)
Besos… por si acaso…
Señor Beau Brummel, ni los buenos son tan buenos, ni los malos tan malos. Esa es una premisa tan vieja como lo es el Mundo. Anímese a llegar al final de la historia y verá en qué posición queda el malo...
EliminarGracias, por otro lado, por pasearse por este mi rincón y dejarme su comentario. :)
Un saludo.
EXCITANTE ESTE EPISODIO, A PESAR DE LOS MORDISCOS Y CARDENALES, PARECE QUE LO DISFRUTÓ.
ResponderEliminarUN BESAZO ANKARA!!!
Ya le comenté, Señor LORD SHADOW que nada era lo que parecía...
EliminarGracias por acompañar mis letras.:D
Un saludo.