Como
si de los delicados filamentos que dan cualidad diestra a un arpa se tratara, Agnieszka
punteaba con los dedos -tanteadores- los relieves lineales que se trazaban en
la lividez de su marfileña dermis. Embelesada de curiosidad y cierto embeleso
los acariciaba como una niña pequeña escrutando un nuevo juguete. Como marcadas
a fuego, unas huellas estriadas, perfectas en su rasgo, hendían de lado a lado en
carmesí, la blancura inmaculada de sus nalgas.
Y
de nuevo, trajo a su memoria los vívidos recuerdos de las horas hundidas y
gastadas en la noche…
Reminiscencias
suplicadas por el deseo y la carne. Tan proclives a hacerse notar.
Demostrativo
el murmullo asfixiado que el cinturón hizo al blandirlo en el aire por primera
vez. Aterrador en su sencillez. Como el exordio de una obra literaria, el
flagelante sonido captaba su atención y la preparaba el ánimo. En la segunda
función oficiosa que particularmente le había conferido aquel hombre al
artilugio; la correa de cuero rendiría a sus pies la nula pleitesía que
Agnieszka mostraba hacia él, después de haber sometido inhospitable sus muñecas
para que maniobrara exento de cargos por su cuerpo.
Agitó
varias veces el cinto en la nada para que sencillamente comenzara a temerlo, a
respetarlo, a tributar su inminente y amenazadora utilidad. Con tanta seguridad
aportada en conseguir el cometido como tenía.
Sobre
la cama, la había obligado a adquirir una postura casi de contorsionista, alevosa
e inconfesable fuera de aquel panteón piadoso convertido durante unas horas en el
lupanar de nutridos pecados y vicios (Deseos al fin y al cabo). El rostro reclinado
sobre la almohada, devolviéndola su propio aliento a cada inhalación. La
espalda curvada en un reviro ascendente elevaba sus nalgas hasta la cúspide de
un escándalo visual que él relamía con gula carnal.
Expuestas.
Ennoblecidas. Culminantes. Extasiantes. Poderosas.
Él
se solazaba con esa indecorosa panorámica matizada por el ornato de su
autoridad, por la atribución que le ungía el óleo de su naturaleza salvaje. En
cruces apostatas. Ascéticas para una contemplación -perversa- tan pura como lo
era la suya.
Demoraba
su vista en las formas carnales de ella sin más presteza que la de instruirse
en su cuerpo como un sabio de siglos.
En
la cabeza de Agnieszka la razón parecía devaluar enteros frente al deseo. Un
deseo con consignatario confirmado bajo la piel del mismísimo Demonio. Aquel
hombre, aún siendo todavía un desconocido para ella, catequizaba lecciones de
fe entre sus piernas, y predicaba con el ejemplo pervertidas enseñanzas que turbaban
sus hasta ahora asentados modales de doncella.
-No te mueves o será peor.- había
advertido simplemente él.
Después
de arrojar aquellas palabras con tono de profecía, dio comienzo al rito. Sagrado.
A su particular misa negra.
Con
ojos seguros y mano firme, deslizó el cinturón hasta las nalgas expuestas de
Agnieszka. Ella apretó los músculos al impacto. Contuvo la respiración. El
abdomen se tensó cuando el segundo azote atravesó horizontalmente sus glúteos. Persuasivo.
Seductor. Las escisiones paralelas que los cruzaban le quemaban la piel con
sordina.
A
traición.
A
conciencia un suave hormigueo martirizaba la zona que estaba siendo castigada
por aquel animal. Ella sofocaba los sollozos con una respiración corta y
acelerada que se dejaba oír con intermitencia entre el abovedado de la
habitación, al borde abismal del llanto, mientras que al apretar los puños -en irónico
consuelo- se clavaba las uñas en las palmas de sus manos.
A
cada provocación del cuero, los lamentos se rompían en las paredes inflamadas
de la garganta como el oleaje frente a la dureza corpórea de las rocas;
Furiosas
y desenfrenadas.
Suspendida
entre la ansiedad y la incertidumbre, Agnieszka escuchó sus pasos llanos,
escuchó cómo se demoraban detrás de ella. Sólo contuvo el aliento, sin moverse.
No
cabía la posibilidad de zafarse de él.
Lo
tenía justo detrás.
La
ausencia de diálogo llenaba de expectación el aire. Había aprendido a detestar
sus silencios, más temibles y depravados que sus palabras.
En
el donaire que fraguaba esa expectación, ella imaginó como él proyectaba una
mirada de ojos lúbricos sobre el contorno sombreado de su enmarañada melena,
sobre su tensa nunca, sobre su curvada espalda, sobre sus epicúreas caderas,
sobre sus incandescentes nalgas, sobre sus flexionadas piernas, sobre sus
femeninos pies. Aquella pose galvanizaría sus pupilas con llamas de deseo, y pensar
en ello, incitaba a que un hormigueo muy diferente al que con anterioridad
martirizaba su carne hasta la desesperación, se alojara oportuno en la escuadra
secreta de su entrepierna.
Su
deseo maduraba de un modo que ella no comprendía, pero que aquel hombre sí
parecía reconocer. Crecía en la misma proporción que su desvergüenza.
Él
se acercó un poco más a ella, -dejándose notar-, con el fin de aspirar mejor ese
característico olor a lilas que la envolvía, mezclado con la seda, el sudor, el
deseo, el éxtasis.
Ella
apretó los párpados a su cercana presencia. El desconcierto la tenía paralizada.
-Abre las piernas.- exigió.
Agnieszka
separó los muslos, la temblaban perceptiblemente a causa de la tensión de
mantenerse en aquella postura;
Oblicua.
Declinada. Incidida.
Él
se inclinó hasta el perfecto triángulo que sus piernas formaban con la base de
la cama, y con un empeño desmesurado comenzó a lamer el elixir que manaba de
las entrañas de ella y que escurría opulento y pródigo por las piernas.
Aquel
néctar le pertenecía, al igual que le pertenecía Agnieszka.
Cada
gota era suya. Cada fracción de ella, también.
Lo
degustó con exquisitez como el manjar de Dioses que era. Él, el Dios, -atávico-,
de mitologías ancestrales, en el que se
convertiría para ella. A cada libación Agnieszka dejaba escapar suspiros rotos de
la garganta. Notaba como la lengua de su inmoral carcelero avanzaba como una
culebra tentadora por el interior de sus muslos. Se elevaba vertical hasta
alcanzar y enredarse en su sexo.
A
cada lujuriante succión ella plegaba los labios, se mordía los bordes para no
suplicarle con rezos casquivanos que continuara, con el miedo amenazador -por
la osadía- de que su envilecida oración la desterrara del Cielo. De aquel cielo
creado por él, para ella.
En
el periplo miserable de su vida no recordaba haberlo tocado jamás -ni siquiera
con la punta de los dedos- (El Cielo y los Ángeles estaban prohibidos para las
desgraciadas como ella), excepto en ese instante en el que su piel vibraba con
un anhelo al que aún no proveía de razón, desencadenando un torbellino de emociones
contradictorias en ella.
Su
límite más oscuro comenzó a despertarse.
Él
recorrió con la lengua su sexo, notando el crecimiento descarado de la natura
al paso de su boca, apreciando el latido frenético de las arterías que cruzaban
el sensibilizado triángulo.
Un
latido contundente que lo avivaba.
La
humedad del placer de su cortesana tenía un sabor dulce y letárgico que le
obligaba a fundir la boca con los frunces inflamados de sus genitales.
Aquel
hombre hundió la lengua en su interior, con la ayuda de la atractiva oscilación
que imponían las caderas de Agnieszka.
Agnieszka
frenó de golpe sus recuerdos y aquietó la celeridad que comenzaba a sufrir de
nuevo su corazón cuando alguien llamó con tono agitado a la puerta de su
mausoleo…
Continuará...
QUE EXCITANTE CAPÍTULO,,, ES GENIAL.
ResponderEliminarUN BESAZO ANKARA!!!
Gracias. Ya se acerca el final. Espero que le resulte igual de excitante.
EliminarUn saludo. ;)