Un
torrente color escarlata tiñó las mejillas de Agnieszka cuando percibió su
presencia detrás de ella. El calor subió por su rostro con el mismo fervor que
lo hace una intrépida lengua de fuego azuzada por el soplo rabioso de un viento
procedente del norte.
Con
un esfuerzo reflexivo tuvo que calmar su respiración. Apaciguar -en la
inutilidad torpe del intento- unos nervios que la consumían por dentro. Debía controlar
la presteza de su pulso si quería evitar que su cuerpo delatara el miedo que arremetía
contra ella. Estaba asustada. Terriblemente asustada y, desde luego, él no era
indiferente a esa emoción, la distinguía claramente como un hueso expuesto en
una radiografía. La olía como lo hace un perro de caza.
Dispuesto
a llevar aquella sensación al límite, comprendía que el miedo la acercaba a él,
como el único ser con potestad para liberarla del mismo.
Su
carcelero era a la vez su salvador. El malo y el bueno.
Ella
podía sentir el aliento sobre su nuca. Frío, ligero.
Se
preguntaba -en el escaso uso de la razón que aún no devoraba el miedo- porqué todo
en él era gélido, blanco, afilado. La mirada, la piel, los rasgos…
Podía
sentir las ganas desmedidas que la tenía agazapadas sobre el relieve fronterizo
de la piel con la carne. Con cada inhalación y exhalación de su pecho parecía
querer hacerla suya. La hacía suya, así. De esa manera. Por el momento.
Aspiraba
a voluntad el suave aroma a lilas que desprendía su epidermis, y dejaba escapar
leves espiraciones embadurnadas de un deseo poco común, que empalagaban más aún
el aire viscoso del lugar.
Agnieszka
apenas se atrevía a proferir movimiento o articular palabra. Con el temor implementado
en los huesos y la idea en la cabeza de que cualquier gesto, por imperceptivo
que pareciera, lo impulsara a lanzarse sobre ella, a devorarla, a despedazarla,
a arrastrarla con él a quién sabe qué oscuro lugar.
Le
temblaban las piernas, las manos. Los pulmones no le daban abasto aunque lo
disimulaba torpemente.
En
los últimos minutos la habitación se había llenado de un silencio artificial
que la rompía los tímpanos. Solo el sonido precipitado de su corazón la llevó a
deducir que aquello no era un mal sueño, o el esbozo de una dramática escena de
un lienzo con tintes de pesadilla. El sentido acentuado de un delirio de pintor.
Giró ligeramente la cabeza cuando la mano de él apartó su melena del hombro,
dejando al descubierto la hermosura de su cuello.
No
estaba dispuesta a que sus labios rompieran la extrema mudez solicitando una
súplica que no iba a ser escuchada, menos aún, atendida. Tampoco estaba segura
de querer hacerlo, y el instinto para huir parecía dormitar en algún recóndito
rincón entre el temor, la expectación, y el deseo.
La
susurró algo al oído que la hizo estremecer.
Una
maldición, una bendición, un secreto, un conjuro…
Algo
que jamás había oído. Algo que la ruborizó. Algo que sus labios no pudieron
repetir.
Bajó
la cabeza para esconder la vergüenza. Él la dejó así, con la mirada reposada en
el suelo. Solemne. Humilde. Tímida. Quiso pensar que sumisa ante él.
Cató
lo sublime de aquella sensación.
Se
disponía a dejar la huella de sus dientes sobre el vértice del ángulo recto que
comunicaba el cuello con el hombro y a dar comienzo a su protocolar rito –santificado
por sus propias manos-, cuando la inoportunidad tomó forma a través de unos
tímidos golpes en la puerta.
-Señor, se le requiere en la sala.-
sonó una voz danzarina al otro lado.
Él
no pareció inmutarse. No lo hizo. Hacía de la templanza una extraordinaria
virtud cuando algo no captaba su interés o cuando tenía mejores cosas con las
que matar el tiempo. Distraerse al fin y al cabo.
Apología
de indiferencia.
Con
un elogio al desafecto de aquel requerimiento inmediato que se hacía de su
persona, recorría con el índice el trazo que dibujaba la unión de los dos
puntos con la mira de afinar la puntería -sobradamente contrastada-. El lugar exacto donde el dolor de la mordedura
fuera más intenso.
Le
gustaba dilatar la incertidumbre, hacer crecer la inquietud en ella.
-Señor... - insistió la voz.
-Dije que no quería ser molestado.- afirmó
con desdén mientras seguía repasando la zona con el dedo.
-Es importante…
Si
bien con pereza ante ese impertinente reclamo, levantó la mirada del cuerpo de
Agnieszka, y la frialdad de sus dedos abandonaron precipitadamente el inquietante
escrutinio que había emprendido minutos antes. Enfiló la brusquedad de sus
pasos dispuesto a cortar el pescuezo -si hubiera contado con una daga- de aquél
que había tenido la imprudencia de interrumpir la exquisitez del momento, y con
un gesto hosco abrió la puerta. Un jovenzuelo, de no más edad de la que tenía
ella, se erigía tembloroso frente al que era con todos los derechos, su Señor.
-Es… es importante… - repitió el
joven con la voz entrecortada.
-Más te vale que lo sea.- aseveró ese
hombre de extraños rasgos.
Los
ojos del muchacho repararon casi sin darse cuenta en la figura de Agnieszka. Se
ruborizó contemplando furtivamente la belleza de la que gozaba aquella
desconocida. Esbelta, grácil, de rasgos seráficos, con las formas suaves y
etéreas de una valkiria dispuesta a servir a su Odín, con ese sonrojo trascendental
que parecían compartir en el capricho del momento.
-Nadie te ha dado permiso para que
la mires.- tronó mordaz el Señor.- Ella es mía.
-Lo siento… lo siento.- balbuceó
avergonzado el joven, que apartó apresuradamente la mirada de ella.
El
Señor se giró hacia el lugar donde se encontraba, inmóvil como una estatua de
sal, Agnieszka. Su expresión entre severa e irónica blandió una sonrisa que
lejos de tranquilizarla, la exasperó más aún.
-Después volveré para terminar lo
que tenemos pendiente.- la dijo con voz sentenciadora.
Ella
cerró los ojos y se estremeció.
Tomó
de nuevo conciencia cuando la enorme puerta de madera reproducía el sonido de
una llave introduciéndose en la cerradura. Las cuatro vueltas que proporcionó
el Señor para candarla, convertían de pronto aquella habitación en una celda
informal. Una jaula de oro se cernía sobre ella tomando forma entre aquellos
cuatro muros, aferrando su albedrío, atrapando su libertad.
Si
es que algún resquicio de ella aún tenía.
Corrió
hasta la puerta con una súplica en la garganta.
-¡No me encierre, Señor!, por favor…
¡No me encierre! ¡No me deje aquí! ¡Déjeme
ir! Por favor… por favor…
El
aire espeso del lugar se llevó sus ruegos, mientras golpeaba la puerta hasta hacer
sangrar sus nudillos.
Continuará...
DESDE LUEGO ESTA SEGUNDA PARTE NO ME HA DEFRAUDADO, ME HA ENCANTADO,,, UNA SITUACIÓN EXCITANTE,,, LASTIMA LA INTERRUPCIÓN.
ResponderEliminarTENDREMOS QUE ESPERAR LA PROXIMA PARTE.
UN BESAZO ANKARA!!!
Entonces la cosa se está poniendo interesante... Pues suma y sigue. :D
EliminarGracias de nuevo por su opinión.
¡Un saludo!