lunes, 1 de abril de 2013

La Concubina del Diablo (III)





El silencio lo inundó todo.
Ahogó su voz, su rabia. Anegó su desconsuelo, su llanto, pero no pudo arrastrar con él su miedo. El temor no se fue. No quiso abandonarla.

No sabía con exactitud cuántos días habían transcurrido desde que estaba allí encerrada. Si uno o diez. Quizá más, quizá menos. El tiempo parecía burlarse de ella encerrada entre esas cuatro paredes. Su relatividad se volvía una necedad infame cuando apenas se veía la luz del sol, y la actividad diaria se reducía a dar cortos -y desesperados- paseos, desdibujando con la vista las austeras filigranas del embaldosado suelo de la habitación.  

Al otro lado de la puerta, un Can Cerbero sin rostro y sin voz, respiraba sigiloso, y guardaba con celo su preciada Puerta de Hades, asegurándose que los muertos no salieran de su morada, y que los vivos no pudieran entrar a importunar aquel lugar transformado en un espacio de sufrimiento y tormento eterno para ella.
Pensaba Agnieszka, en su candidez, que poniendo nombre poético al infierno y a su guardián, dotaba de un cierto romanticismo una calamidad sin solución inmediata.

Los cuencos de comida se acumulaban al lado de la puerta sin tocar. Incapaz de llevarse a la boca bocado alguno, la ausencia del Señor desde esa primera noche la corroía las tripas más de incertidumbre que de hambre. Aquel retraso -presumía- sólo haría acrecentar las ganas de él. Sus ansias hacia ella. Su ferocidad.
Lo temía. Vendría dispuesto a cobrarse lo que le correspondía por derecho, sumando indiscutiblemente el importe del retraso. Haría entonces acuse de recibo sobre su piel.
Cuando regresara de nuevo allí se encargaría de hacerla entender que el Diablo había tenido la mala suerte -para ella- de encontrarla.
La idea la atormentaba, la aterraba, la desesperaba.

Las horas llenas de silencio no se alejaban con el simple tarareo de canciones de la infancia, (nanas inaudibles a oídos sordos), ni se iban con el imponente sonido de su llanto ahogado. Contaba con la única compañía de la soledad en aquella especie de santuario sagrado -si bien macabro para Agnieszka- dedicado a una Venus sin identidad, a una Afrodita virgen, a una Diosa esclavizada. Los días transcurrían con una lentitud de saurio, insana para la mente y la incertidumbre, haciendo cábalas siniestras sobre lo que aquél hombre podría o no hacer con ella. Con la fragilidad de su cuerpo entre las manos, en la soledad de la habitación, en la intimidad que concedía la aislada alcoba.
Cuando nadie la oyera. Cuando nadie pudiera escuchar sus gritos. Cuando sus súplicas se perdieran en la inmensidad oscura de la noche. En medio de una nada desierta y autócrata, estaría a su merced. Cruelmente, a una involuntaria disposición.  

En vano desvanecía unos pensamientos que insistían en atormentarla cada minuto de los que pasaba en aquella habitación tan lúgubre como lo estaba su corazón. La extrema afonía del lugar lo convertía en algo muy similar a un sepulcro. Una sepultura con la misión de enterrar un cuerpo muerto sin alma. Una tumba en medio de un enorme cementerio en la que rezar y dejar flores al cadáver de una virgen, de una doncella sin desflorar, a otros efectos.
El mausoleo de una mártir.
No dudó que aquel hombre la haría ganarse ese puesto sin necesidad de lanzarla a los leones. En defensa de su propia causa, ajena a cualquier Cristo. Nada que tuviera que ver con un Salvador que no fuera él. Testimoniando su fe únicamente en el poder de sus manos sobre ella.
Lejos de ser Dios, se convertiría en el Redentor de sus faltas y pecados.

Recordaba la sonrisa que habían esbozado sus labios cuando, ganada por el impulso, le había propinado aquella violenta bofetada. Una mueca vagamente perceptible pero escalofriante, colmada de ironía o de amenaza, o de ambas. Sus ojos tallados en un declamatorio desafío.
Se lo haría pagar caro. Posiblemente en especie.

A partes iguales, Agnieszka acusaba un desprecio y sufría un incipiente a la par que curioso Síndrome de Estocolmo, -condenatorio fuera de aquel lugar-, acentuado seguramente por la presuntuosidad de la soledad, que la hacía desarrollar una extraña relación de complicidad subversiva con aquel desconocido que se había proclamado -con todas las distinciones- como su Dueño y Señor.
Un negociador de cuerpos. El embajador del suyo.
Imposible olvidar que la había adquirido como se adquiere un objeto de uso tópico, que era su propiedad carnal para bien o para mal, buscaba acaso encontrarle algún sentido a aquella total pérdida de control sobre su vida en esa sintomatología nueva que experimentaba.


Continuará...

2 comentarios:

  1. UNA ESPERA QUE LE HACE SENTIR MUCHAS COSAS.
    ESTA HISTORIA SE PONE CADA VEZ MEJOR.

    UN BESAZO ANKARA!!!

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  2. Muchas... Más de las que la propia protagonista se piensa.

    Un saludo, señor Lord Shadow.

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