Después
de cubrirse la expiada desnudez con el batín de seda azul turquesa que
descansaba sobre el respaldo de la silla, la puerta se abrió al permiso que
concedió Agnieszka y tras las cuatro vueltas de rigor que aquel hombre siempre
le imponía a la cerradura y a su libertad.
Estaba
tranquila, segura de que si habían reclamado el debido consentimiento para
entrar, no era él el que se encontraba al otro lado de la puerta solicitando
siniestra audiencia.
Una
mujer de avanzada edad hizo inmediato acto de presencia en la habitación.
Lo
que se presumía como una larga melena plateada se recogía en un pequeño moño
situado en la nuca. De pequeños ojos castaños, vestía los atavíos típicos de una
criada que ha dejado la mitad de su vida sirviendo al mismo Amo. Agnieszka
conjeturó que se hallaba ante el ama de llaves del que ya era su nuevo hogar.
-Buenos días, señorita.- saludó la
anciana.- El Señor quiere que baje a almorzar con él. Me ha pedido que le
exprese su deseo de verla puesto el vestido que la trajo anoche.
-Puede decirle al Señor que no bajaré
a almorzar con él.- respondió Agnieszka con soberbia.- No tengo apetito. Es
imposible tenerlo en estas circunstancias. Y también puede decirle que no me
pondré el vestido que me regaló. Puede llevárselo si así gusta y regalárselo a
otra.
La
mujer esculpió en sus labios una media sonrisa que sofocó con una expresión de
complicidad que Agnieszka no entendía.
-El Señor me advirtió de cuál sería
su respuesta. En base al acierto, le aconseja que no desobedezca su voluntad.
Ha señalado a modo de curiosidad que no es una orden sino un deseo expreso, y
que si no baja Usted por las buenas, bajará con él por las malas. En cuanto al
vestido… póngaselo. Si lo enfada, será él mismo quien se lo ponga, y afirma no
ser muy diestro con los cordones que se encargan de ceñir el corsé al torso.
Suele apretarlos demasiado.
-¡Su Señor es digno de ser
detestable!- exclamó irritada, Agnieszka.
-La vendrá a buscar dentro de una
hora. No lo haga esperar. Le gusta la puntualidad.
La
puerta se cerró tras la salida del ama de llaves. Agnieszka se giró, topándose
de nuevo con la imagen que el espejo reflejaba de su cuerpo.
Olvidando
en qué momento había dejado de recordar y estaba comenzando a revivir, se
deshizo del batín de seda, deslizándolo hasta el suelo, y continuó su
particular periplo por las señales abandonadas en su cuerpo. Los recuerdos
volvieron a aflorar provocando una tempestad de viento y arena en su interior.
Sintió
de nuevo los escalofríos que recorrían su médula cuando los movimientos
retorcidos y perversos de la lengua de aquel hombre y el de las antojadizas
curvas de sus caderas, contorneaban en su sexo trayectos concurridos de un gozo
con vistas al infierno, o al cielo. No lo diferenciaba bien. Se estremeció
cuando la lengua se alojó en su interior probándola, procurándola el encanto de
delicias situadas fuera de su precario alcance de no haber sido por él y su inhumana
lujuria. Enseñándola a paladear la multitud de aromas que habitan en los fragantes
matices del placer.
El
vaivén de la respiración se volvió frenético, como un energúmeno colérico con ansias
de destrozarla los pulmones si fuera necesario para emerger del interior a como
diera lugar.
Un
monstruo de Ness dispuesto a resurgir de su lago para darse a conocer.
Férvidos
gemidos prorrumpían de sus labios con el solícito cometido de uniformar esa
excitación que devoraba sus entrañas. Un cuerpo extasiante y extasiado
entregado a la impulsividad de un deseo que la obligaba a no querer perderse ninguna
de las travesuras que Belcebú tenía preparadas para ella. Su particular Ángel
de las Tinieblas la hacía retorcerse sobre sí misma rebuscando como una
mendicante -enajenada- los acomodaticios movimientos circulares de aquella
lengua demontre que la llevara a una culminación anticipada por el deseo.
Era
tan cruel y a la vez tan generoso.
Tan
salvaje y al mismo tiempo tan paciente.
Agnieszka
denotó como su cuerpo se descubría hospitalario a los forasteros gestos de su
carcelero. Daba cobijo entre las innumerables capas de su piel al caudal que
brotaba de sus ansias, a su voraz apetito, a su condición dominante, a su naturaleza
sádica, y él se había instalado en ella a través de sus dedos, de sus manos, de
su lengua. No era difícil prever -aún inocente como era- qué sería lo próximo a
lo que Agnieszka daría refugio entre sus cándidos muslos.
Pero
antes, él estaba abrazando su sexo con la carnosidad de su boca.
Lo
mordisqueó, lo succionó, lo besó una y otra y otra vez.
Incansable.
Nutriendo
su creciente pasión con las impetuosas lengüetadas que la proporcionaba. Con la
enormidad de sus manos la aferró con fuerza por la cintura para fijar su
tembloroso cuerpo a su boca, cuando Agnieszka se convulsionaba entre los haces
deformados que hilvanaba en su torso la culminación del placer.
Apenas
y podía sostenerse.
Con
la arrulladora voz de un trovador él se acercó a su oído.
- No te he dado permiso para que te
corras, mi pequeña doncella.- la dijo, echándole el aliento en el cuello.
Ella
le tendió una mirada de confusión. Temerosa de su falta de concesión.
Vio
entonces la lujuria y la perversidad presentes en sus ojos. Jugueteando, él
llevó la yema de su dedo pulgar hasta la yugular y lo descansó durante unos
segundos allí; deseaba contabilizar el pulso de su miedo.
-Pero Mi Señor… - logró decir en un
hilo de voz escasamente audible.
Él
la tapó la boca para contener sus débiles protestas. El gesto envolvió la
habitación en un silencio prudente que Agnieszka intentó interrumpir para
defenderse.
La
había tendido una trampa.
Las
anémicas mejillas de aquel hombre se encendieron, y sus ojos adquirieron un
brillo cáustico y burlón al ver el cariz que devengarían sus reproches. Le
gustaba el aroma de desaprobación que parecía emanar de la proximidad del cuerpo
de Agnieszka. Su obstinación le resultaba francamente seductora.
A
ella, el martilleo del corazón la horadaba los oídos…
…
La puerta de la habitación se abrió de repente. Agnieszka miró ofuscada a
través del espejo la inconfundible silueta del intruso. El ruido hueco de sus
botas al golpear el suelo lo precedían. Como buenamente pudo recogió el batín
del suelo, y se lo echó por encima.
Su
particular Diablo traía cara de pocos amigos.
-¿Qué haces aún sin estar vestida?
Un
escalofrío recorrió cada vértebra de su columna. Desestabilizándola. El tono
que había utilizado en su pregunta la espeluznaba. Era ese tono -circunspecto y
sobrio- reservado a las ocasiones en que parecía estar consintiéndola.
Nada
más lejos de la realidad.
-No tengo apetito.- se defendió.- No
deseo bajar a almorzar.
Él
se acercó sigilosamente hacía ella.
- No deseas… - expresó sardónico.- ¿Y desde cuándo tus deseos están
por encima de los míos, Agnieszka?
Con
el único preámbulo de una irritación contenida en la voz, la dio dos bofetadas.
Agnieszka
sujetó el aliento refrenándolo en la garganta. Estoicamente mantuvo la cabeza
alta, erguida hacia él, aunque a sus ojos asomaron conjuntamente las lágrimas y
una expresión de desafío.
-Me voy a encargar personalmente de
bajarte esos humos, señorita, y ahora, engalánate para Tu Señor como la ramera
que eres.
Continuará...
Con motivo de esta nueva entrada, quiero agradecer a los que en la anterior, y en algún otro de mis textos, me han recomendado con un +1. A todos ellos/as, ¡GRACIAS!
ResponderEliminarAGNIESZKA ES MUY ORGULLOSA...
ResponderEliminarEXCITANTE CAPÍTULO,,, ME HA ENCANTADO.
UN BESAZO ANKARA!!!
;)
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